El Mercurio, sábado 10 de abril de 2004.
Opinión

Pascua de esperanza

Enrique Barros B..

Movimientos radicales atraviesan en estos días todas las religiones monoteístas, incluido el cristianismo.

Poco antes de las «vacaciones de Semana Santa» y de la intoxicación masiva con esos pésimos chocolates de «Pascua de los conejos», una nueva versión de la Pasión nos muestra el suplicio de Cristo con una violencia más cercana a Tarantino que a Cranach y a los demás maestros dolidos de la crucifixión.

Vi la película de Gibson el día siguiente de su publicitado estreno, al inicio de la cuaresma en Estados Unidos. Y no me ha abandonado desde entonces. Si alguien hubiera visto mi rostro a la salida, creo que habrá estado tan compungido como el de millones que han visto la película con una mirada interna de la Pasión.

Emociones extremas nos son despertadas por un Cristo que deviene en una especie de atleta de la tortura, que le es aplicada por un enemigo abyecto y bien definido. Lo discutible de la película reside, precisamente, en su aterrante simplicidad, muy acorde con la sensibilidad de los movimientos radicales que atraviesan en estos días todas las religiones monoteístas, incluido el cristianismo.

En contraste, este enfoque hace recordar las muchas razones para no ser cristiano en el mundo moderno: la literalidad de la interpretación de los textos, que entra en colisión con la investigación científica (incluida la histórica); la asociación de la fe con un concepto clausurado de la moral, que deviene en un sistema de mandatos, ajeno a las experiencias de la libertad y de la responsabilidad personal; la concepción legalista de la fe, que hace de las iglesias grupos de presión política. Lejos de ser un faro que ilumina la vida de personas y comunidades, esa actitud moviliza emociones superficiales y legitima, por contraste, que la cultura secularizada proclame la asepsia religiosa como un grado superior de conciencia, como expresó hace poco Vargas Llosa, con ocasión de una conferencia en La Moneda.

Aunque la experiencia del dolor y la purificación forman parte esencial de todas las grandes religiones, no es una Pasión gratuita la que soporta Cristo. El misterio no se mide en las cantidades de hemoglobina, ni se muestra en un «reality show» que ignora el aspecto cósmico de la redención, como ha expresado ese judío y cristiano excepcional que es el arzobispo de París.

Lo inefable sólo puede ser sugerido. Por eso, con la rara excepción de artistas muy sensibles, como el místico Tarkovsky y el ateo Pasolini, el secreto de la experiencia religiosa parece estar más cerca de la poesía y de la música que del cine y las demás artes representativas. El trasfondo dramático de la maravillosa Pasión según San Mateo de Bach es la compasión, la ternura y la esperanza de sus delicadas arias y corales, que nos acercan a la condición humilde y bienaventurada del hijo pródigo. Y Haydn decía que sobre sus Miserere terminaba anotando «allegro», porque no podía evitar la euforia que le provocaba la alegría ya inminente.

Torturados ha habido muchos a lo largo de la historia. Si Cristo fuera sólo uno más, habría sido olvidado, como todos los que han fracasado en el camino. Por eso, sin la esperanza de la luz, que domina la liturgia de la noche de Pascua, no habría cristianismo sobre la Tierra. Aunque la victoria resida en el sacrificio, creer es confiar en la bondad de la vida.