Lavín se ha apoderado de la agenda de la delincuencia. Pero sin reconocer las complejidades del fenómeno. Puede terminar convirtiéndose un autogol en la cancha que más domina.
Los políticos en campaña intentan sintonizar con las preocupaciones y las aspiraciones de los votantes. La población está preocupada por la delincuencia y aspira a mayores niveles de seguridad ciudadana. Y con razón. Hay áreas, como el robo con fuerza en viviendas, donde Chile está a la cabeza en los rankings delictivos. Por tanto, las casas enrejadas no responden a temores artificialmente creados. Por cierto, hay otros delitos cuyos niveles son menores, pero ello no puede esgrimirse para desconocer o minimizar la realidad. Es comprensible, entonces, que Joaquín Lavín quiera marcar la agenda en esta dimensión. Por una parte, el electorado cree que está capacitado para lidiar con este flagelo. Por otra, no sólo sus votantes, sino también los de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera tienen entre sus principales deseos vivir en ciudades más seguras, sobre todo aquellos que no están totalmente convencidos de entregarle su voto el próximo 11 de diciembre.
Sin embargo, el camino elegido por Lavín puede convertirse en un boomerang. Parece haber olvidado que, en su momento, si algo le rindió frutos fue su voluntad de entendimiento, su disposición a encarar con serenidad sus diferencias con la Concertación. Su estrategia actual se aparta de ese camino. El éxito inicial no debería confundirlo. Se explica, por una parte, por la incapacidad del Presidente de callar ante provocaciones menores. Tengo entendido que Lagos ha leído a Maquiavelo, pero parece haberse olvidado del pasaje donde sugiere que el Príncipe debe ser un zorro para reconocer las trampas y un león para amedrentar a los lobos y que aquellos que sólo descansan en el león no entienden de los asuntos políticos. Por otra, se explica porque sus coloridas propuestas han enfrentado agendas de Bachelet y Piñera muy débiles en este campo. Sus voces son apenas audibles en este debate. No es que no estén -los anuncios recientes de Bachelet son un intento por sacar la voz- pero aún deben hacer mucho para convencer al electorado de que están seriamente preocupados por este fenómeno. Por eso las propuestas de Lavín deberían comenzar a competir con otras más razonables que se hagan cargo de las complejidades del fenómeno de la delincuencia. Si Lavín no promueve una discusión más seria, perderá credibilidad en la única dimensión en la que todavía logra apelar al electorado.
La tasa de fecundidad de las menores de 20 años descendió en Chile hasta 1984 incrementándose inesperadamente después de esa fecha y de forma muy rápida hasta principios de los ’90. Catorce años después de ese quiebre de tendencia y sobre todo en los primeros años de esta década las muy imperfectas tasas de denuncias de los delitos de mayor connotación social exhiben un aumento significativo. Sabemos, además, que éstos están cometidos crecientemente por menores. Si uno compara ambas curvas, no deja de sorprenderse. La correlación es alta. No se puede comprobar, pero no sería extraño que ese incremento en la tasa de fecundidad haya sido el resultado de un aumento de los embarazos no deseados. Saber esto, ¿agrega algo a la comprensión de la delincuencia? Si consideramos que en Estados Unidos la reducción en los embarazos no deseados en los ’70 parece haber sido el principal factor detrás de la disminución de la criminalidad observada en los ’90, la respuesta podría ser afirmativa (Steven Levitt ha realizado un excelente análisis de las causas de la reducción de la criminalidad en Estados Unidos en un estudio publicado el año pasado). Por cierto, no hemos descubierto la causa de los aumentos en la delincuencia en Chile, pero ayudamos a ilustrar las complejidades del problema y los diversos factores que pueden estar afectando su evolución.
El fortalecimiento y debilitamiento del crack fue otro factor central en el aumento, primero, y reducción, luego, de la delincuencia en Estados Unidos. Cuesta creer que la aparición de la pasta base y el aumento en el consumo de drogas en los más jóvenes (documentado entre 1994 y 2000) no hayan sido factores centrales detrás del aumento en la delincuencia en nuestro país. Dos datos de apoyo. Una proporción significativa de la población penal es adicta y el valor del consumo que reportan jóvenes adictos supera largamente los ingresos esperados para su nivel educacional. En estos casos, la mano dura no parece ser de gran ayuda a no ser que vaya dirigida a los carteles de la droga. Los bajos precios que alcanza la droga en la calle quizás sea un indicador de la poca efectividad en la lucha policial contra estas organizaciones. Desincentivar el consumo a través de campañas educativas y «elevar» los precios de la droga parecen ser el camino más razonable para reducir la adicción y seguramente la delincuencia.
Los aumentos en las dotaciones policiales también ayudarían a reducir la delincuencia, aunque hay dudas respecto de si los beneficios generados por dotaciones más grandes (medidas por los costos que evitan a las víctimas de la delincuencia) superan las erogaciones fiscales que supone financiarlas. Por último, sugiriendo que Lavín sabe del tema, los aumentos en la población encarcelada han sido en otros lugares centrales a la hora de explicar la reducción de la delincuencia. Es cierto que Chile tiene una tasa de encarcelación alta si se compara con otros países, pero también tiene más delincuencia que ellos. Es, además, apenas un tercio de la observada en Estados Unidos que en varios delitos registra una menor victimización que nuestro país. Entonces, un mayor número de cárceles no debe ser descartada como una opción de política, pero -claro- proponer su instalación en una isla sólo le resta credibilidad a esta política y, de paso, a Lavín. No hacerse cargo de las complejidades de la delincuencia puede llevarlo a convertirse un autogol en la cancha que más domina.