Es positivo que las autoridades asuman sus responsabilidades políticas, sobre todo en un país donde éstas se tratan de eludir apenas se abre una pequeña rendija. No obstante, es curioso el origen de la situación. Más allá de las responsabilidades administrativas y legales que pudiesen surgir en este caso, también hay una comedia de equivocaciones que van desde el involucramiento de un asesor externo en un asunto que debería ser parte de las materias habituales que resuelve la institucionalidad del Estado -no es la primera ni la última vez que el Estado es demandado- hasta la carencia de antecedentes apropiados para enfrentar la demanda a pesar de que la relación con el demandante provenía de un contrato del año 2006. Algunos servicios públicos no parecen tener historia.
El episodio dejar entrever un grado de informalidad en el funcionamiento del Estado que no está a la altura del desarrollo del país y tampoco al volumen de recursos que éste gestiona. Hace 20 años el Presupuesto de la Nación no superaba los 7 mil millones de dólares. Este año el volumen de recursos se ha multiplicado por ocho. Hace al menos tres lustros que se comenzó a sostener con algún grado de intensidad que el Estado chileno necesitaba reformarse para alinearse con las exigencias que imponía una sociedad y una economía más complejas. Es indudable que en este lapso ha habido avances, pero estos son insuficientes y observan una heterogeneidad significativa.
La Alta Dirección Pública fue probablemente una de las transformaciones más notables del último tiempo, pero el cambio de gobierno demostró que tenía debilidades en su diseño original. Alguna vez a Tony Blair se le cuestionó porque al organizar su primer gobierno llegó con alrededor de 50 funcionarios de confianza en lugar de los 35 que eran habituales en la tradición británica. Más todavía había tenido la osadía de nombrar a dos de sus asesores como adjuntos en servicios que consideraba claves. Hay en países como Gran Bretaña una larga tradición de servicio civil que explica esta realidad. Ella no está exenta de críticas, pero Chile debería acercarse a un modelo de estas características. No es razonable que un nuevo gobierno, que además en nuestro caso dura apenas cuatro años y es sin reelección, deba asumir la responsabilidad de instalar una nueva gestión en los servicios públicos y que las autoridades políticas que llegan deban hacerse cargo de esa tarea. Los servicios del Estado y sus equipos humanos deberían estar diligentemente al servicio de todo nuevo gobierno y ayudarlo a implementar las políticas que este se ha propuesto llevar adelante.
En países con servicios civiles consolidados hay una clara separación entre la gestión del aparato público y la labor política. En cambio acá se confunden. En aquellos, la autoridad política, en un caso como Kodama, habría recibido del servicio responsable, después de que este agotara las negociaciones, una recomendación fundada respecto de cómo proceder. Probablemente, después de un análisis de sus asesores habría aceptado la propuesta o pedido una solución alternativa. Pero en ningún caso dicha autoridad o alguien de su equipo político participaría en la promoción de una solución.
En Chile es indispensable avanzar hacia esa separación y profesionalizar el Estado. Este no siempre funciona con la eficacia requerida y las autoridades políticas intentan superar las deficiencias a través de un involucramiento más directo. Pero ese no es el camino. Deben empujarse reformas profundas para las que debería haber apoyo transversal. Es algo que la ciudadanía apreciaría y que beneficia a los futuros gobiernos de cualquier signo político.