El Mercurio, 8 de julio de 2012
Opinión

Políticas contra la violencia

Sergio Urzúa.

Sin disturbios y atentados contra la propiedad pública y privada, hoy una marcha no califica como tal. Se aduce que la violencia responde al descontento ante la desigualdad. Puede ser, pero probablemente ese «descontento» señala fenómenos más profundos, donde se ubican los reales orígenes de una agresividad inusitada y desbordada.

El Ejecutivo ha respondido a la escalada de violencia con distintas iniciativas. La Ley de Resguardo al Orden Público ha causado no poca controversia, pues deja la pena de cárcel como única opción. La idea puede parecer atractiva, pero su eficiencia es dudosa. Como lo planteó hace años el Nobel de Economía Gary Becker, el presidio puede ser una alternativa cara. La eficacia de políticas en esta área no depende sólo del castigo, sino también de su tipo (cárcel versus multas), de la posibilidad de ser detenido, del costo de oportunidad asociado a serlo, y de cómo responden los agentes. Así, la amenaza de presidio puede mitigar la violencia, pero no actúa sobre su origen.

¿Qué nos dice la ciencia respecto del origen de la violencia? Bastante. La mayoría de los seres humanos alcanzamos el máximo nivel de agresividad en torno a los dos años de edad, para luego pasar a suprimir esas conductas. Sin embargo, una proporción de nosotros -estimada en 10 por ciento- experimenta un brote de agresividad durante la adolescencia. La literatura sugiere que este brote tardío es una respuesta aprendida, el resultado de observar modelos de comportamiento similares en la familia, el colegio y los medios. Factores de riesgo tales como el crecer con padres biológicos ausentes, ser hijo de madre adolescente y bajas aspiraciones de los padres y del niño respecto del futuro educacional contribuyen a ese brote.

Quizás sean esos factores los que gatillen el «descontento». Para los afectados, la violencia es natural e instintiva. Es un reflejo de lo que vivieron en su hogar y barrio durante la niñez. Un reflejo, también, de la incapacidad de las políticas públicas -focalizadas en el bienestar económico de los hogares- de identificar, tratar y remediar tempranamente problemas de comportamiento. Representan el mejor ejemplo de la mala calidad del sistema educativo en Chile, empecinado en aumentar Simce, incapaz de atender al comportamiento del niño.

De ahí la importancia del desarrollo de políticas eficaces que actúen durante la «infancia», pues ahí está la semilla que, mal cuidada, puede dar malos frutos. Debemos anticipar la violencia, actuando sobre su origen, que va mucho más allá de las apreciaciones individuales sobre la desigualdad económica del país. Ni presidio ni créditos universitarios baratos la resuelven. El gran desafío para las familias es contener tempranamente las expresiones de agresividad en el hogar y barrio. Para el Estado, el desafío es cómo participar y contribuir en este proceso.