Si lo que conocemos hasta ahora tiene un dejo conservador, la propuesta anterior era un riesgo para la democracia liberal. Lo acordado para el nuevo sistema político es un avance significativo y necesario.
El próximo miércoles se cumplen cuatro largos años del estallido social. Ese día se desató una crisis cuyas consecuencias todavía no dimensionamos del todo. Fue un inesperado golpe que marcó nuestra historia reciente. Se olvidaron los principios básicos de la convivencia. Y la violencia, atizada por algunos e ignorada por otros, azotó la vida cotidiana. Hubo cómplices pasivos y silenciosos, presos de la cobardía o del simple cálculo electoral. La salida política fue el “Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución”. Y si bien se recuperó la paz, seguimos en la incertidumbre constitucional.
Ese 18 de octubre de 2019 dejó cicatrices. La resaca ha sido dura. El decrecimiento, promovido por algunos fanáticos del desarrollo verde turquesa, hoy está ad portas. El desempleo avanza implacable. Y el deterioro no afloja. Si comparamos la última encuesta CEP 2023 con la de diciembre de 2019, en el apogeo del estallido social, ahora más chilenos creen que el país está “en decadencia” y que la situación económica de este es “mala o muy mala”. El anhelo por “seguridad”, en su más amplio sentido, es un grito que se escucha fuerte.
Hace cuatro años se hablaba de un Chile que había despertado. Aunque no había mucho que proyectar, la bella palabra dignidad iluminaba los cielos. También se abusaba, con más entusiasmo que reflexión, del concepto de empatía. Y algunas ideas eran estrujadas y retorcidas. Cómo olvidar esos sesudos análisis sobre desobediencia civil, buen vivir, Estado plurinacional o la nueva disidencia que reemplazaba a la diversidad. Era una hemorragia retórica de elevadas y peligrosas ideas disfrazadas de esperanza. Hoy las preocupaciones son mucho más simples y básicas.
Hace tres años votamos por una nueva Constitución. Y un año después no podíamos creer la historia de Rodrigo Ernesto Rojas Vade. El Pelao Vade, ícono de la primera fila, llegó a ser vicepresidente de la Convención Constitucional. Fue elegido con 19.132 votos. El 1 de septiembre del 2021 renunció a “La Lista del Pueblo” y formó un nuevo “colectivo” —no se podía hablar de “bancadas”—, bautizado como “Pueblo Constituyente”. Ese fin de semana supimos que su leucemia era una farsa. Fue un símbolo de lo que venía. Y un reflejo de lo que ocurre cuando “El Pueblo unido avanza sin partidos”.
Hace un año el Rechazo ganó con fuerza. El “Apruebo Dignidad” quedó paralizado. Pero el Congreso articuló un nuevo proceso constitucional. Era el turno de los expertos y los nuevos consejeros electos. El Congreso designó a sus 24 expertos y nuestro vértigo pendular hizo de las suyas: el Partido Republicano arrasó en las elecciones del Consejo Constitucional. Los expertos representan a los partidos que los eligieron a través del Congreso. Y los consejeros, a ese Chile que quiere recuperar lo más simple y básico. El dilema, en términos de ser y tiempo, no es menor.
Para salir del pantano es fundamental resolver el debate constitucional. Si lo que conocemos hasta ahora tiene un dejo conservador, la propuesta anterior era un riesgo para la democracia liberal. Lo acordado para el nuevo sistema político es un avance significativo y necesario. El Estado social de derecho mantiene lo esencial. Y ante un Estado anquilosado que hace ya tiempo requiere reformas, se abren las puertas para su modernización.
Estamos en una difícil encrucijada que exige generosidad y mirada de futuro. En el proceso anterior sectores de la izquierda optaron por el “apruebo para reformar”. Eran los que, por una u otra razón, tenían muchas dudas, pero confiaban en que todo lo malo se podía corregir en democracia. En esta segunda oportunidad las posibilidades de cambio están más claras y abiertas. En definitiva, hay buenas razones para aprobar y seguir confiando en nuestra democracia representativa. Al final, solo debemos sopesar lo que han sido estos 4 años.