Se están proponiendo nuevos criterios de asignación del AFI. En la actualidad, los recursos de este programa se distribuyen a las instituciones de educación superior que capturan a los 27 mil quinientos primeros puntajes en la PSU. Se postula que el promedio PSU se pondere sólo en un 50 por ciento. El porcentaje restante se asignaría a las notas de enseñanza media, en particular al lugar que ocupa el promedio de notas de cada estudiante en su establecimiento. Los argumentos para defender un cambio son básicamente dos, muy interrelacionados entre sí. Por una parte, que la competencia por estos recursos hace que se privilegie en exceso la PSU en la selección universitaria, perjudicando a los estudiantes que provienen de hogares de menores ingresos porque estos, en promedio, obtienen puntajes más bajos en dicha prueba.
Por otra parte, se sostiene que el ranking de notas sería un mejor indicador del desempeño potencial de los jóvenes en la universidad que la PSU. Sobre la base de este planteamiento, se concluye que las universidades más selectivas estarían dejando fuera de sus aulas a los más capacitados para cursar estudios superiores, validando sin razones un acceso desigual a ellas. Si estos argumentos fuesen efectivos, no quedaría más que validar este cambio y denunciar la miopía de las casas de estudios superiores más selectivas que han estado por años renunciando a los jóvenes de mayor potencial y rechazando un acceso más igualitario a sus campus. No faltará quien atribuya dicha miopía a intereses de clase.
Pero la verdad es que la evidencia que se ofrece para respaldar la idea de que el ranking de notas proyecta mejor que la PSU (o antes la PAA) el desempeño futuro de los seleccionados a la universidad es extraordinariamente débil, por no decir equívoca. En efecto, se funda en estudios que correlacionan el ranking de notas con los desempeños en la universidad, tasa de retención y egreso oportuno, entre otros factores. Pero no lo hace con una muestra de jóvenes seleccionados de manera aleatoria (ninguna institución estaría dispuesta a hacer este experimento), sino que utilizando un grupo que precisamente ha sido elegido para cursar estudios universitarios descansando, en una proporción importante, sobre la PSU (o PAA). En una carrera específica, ellos obviamente tienen pocas diferencias de puntaje PSU. ¡Por algo fueron seleccionados en ella! Como las notas han tenido habitualmente menos peso en el proceso de selección, ellas, y también los rankings, exhiben una mayor dispersión. Los estudios disponibles no hacen ningún esfuerzo para corregir este hecho. Así, las correlaciones positivas sólo indicarían que entre un grupo de estudiantes de puntajes similares en la PSU el ranking de notas es una variable útil para proyectar su desempeño futuro. Por cierto, como no poseemos información sobre otras variables que pueden ser de interés, cabe la posibilidad de que dicha correlación sea espuria. En cualquier caso, a partir de esa comprobación es imposible desprender lo que está detrás del cambio en el AFI. Esto es que si consideráramos a un estudiante cualquiera, su ranking de notas resultaría ser un mejor descriptor de desempeño en la educación superior que su PSU.
Hay buenas razones para pensar que ello no es así. Hay que recordar que se acepta que las notas, por ser las exigencias entre establecimientos muy diferentes, no son un buen instrumento para proyectar el desempeño potencial de los estudiantes en la educación superior. Sin embargo, se argumenta que ello no invalida el ranking como un mejor indicador. Pero, qué sentido tiene la comparación entre rankings de establecimientos cuyos niveles de exigencia son muy distintos. Entre los estudiantes de ambos establecimientos se produce una brecha de competencias y habilidades que vuelve al ranking muy poco informativo. La evidencia disponible no permite validar el cambio que se pretende hacer en el AFI. Como el cambio es tan riesgoso, las universidades más selectivas seguramente no modificarán sus criterios de selección. La principal consecuencia de esta medida será una redistribución de recursos hacia universidades de menores estándares. Se habrá perdido así uno de los pocos instrumentos que recompensan a las instituciones que se preocupan por entregar una docencia de calidad. Sólo por esta razón la señal no es buena. Pero también es inadecuada porque antes de insistir en aquellas iniciativas que efectivamente pueden corregir los problemas de falta de igualdad en el acceso a las instituciones de educación superior se privilegia una ingeniería social de discutible efectividad.