El Mercurio, 5 de junio de 2016
Opinión
Economía

¿Qué le pasó a Chile?

Vittorio Corbo.

Esta es una pregunta que me han planteado repetidamente observadores extranjeros en el último año. A ellos les sorprende que el reconocido éxito de Chile en los últimos 30 años haya terminado en un mediocre crecimiento y, lo más preocupante, con perspectivas poco auspiciosas para el mediano plazo.

Bajo cualquier medida, Chile es el país de América Latina que más progresó en los últimos 30 años. De este progreso destacan un crecimiento de 5,4% promedio anual para el período 1985-2014, llevando a una mejora en la posición relativa de su producto per cápita con respecto al de Estados Unidos, que pasó de 22% en 1985 a 42% en 2014; y un aumento de la expectativa de vida al nacer, que pasó de ser algo por encima del promedio de la región en 1985 a la más alta hoy, e incluso superior a la de los Estados Unidos.

Avances similares se alcanzaron en términos de reducción de mortalidad de lactantes y de pobreza, como también en una serie de indicadores directamente relacionados con la calidad de vida de las personas: cobertura educacional, acceso a alcantarillado, agua potable, electricidad, etc.

Además, este progreso permeó a todos los grupos de la sociedad y vino acompañado de una mayor variedad de productos y servicios, producto de la apertura comercial. En particular, durante los últimos 25 años, el 20% más pobre vio subir su ingreso per cápita casi 6 veces, mientras que el ingreso per cápita del país como un todo creció casi 4 veces, ambas cifras en paridad de poder de compra.

Este progreso se alcanzó gracias a una combinación de políticas que privilegiaron la estabilidad macroeconómica, la apertura comercial y financiera gradual, el tratamiento no discriminatorio de la inversión extranjera, el fortalecimiento de las instituciones y de los derechos de propiedad, y un reconocimiento tácito de la importancia del mercado en la asignación de bienes y recursos. Los frutos del crecimiento permitieron, además, financiar políticas públicas focalizadas en los hogares que más lo necesitan, siempre en el contexto de una política fiscal responsable.

Así, no es sorprendente que, de acuerdo a cifras de la Encuesta CEP, un 82% de los chilenos se encuentre satisfecho o muy satisfecho con su vida, un 75% declare que el nivel de ingresos de su hogar es igual o mejor que el de sus padres y que un 76% afirme que los niveles de ingreso de sus hijos serán mejores que el de ellos mismos.

Considerando estos grandes avances, caben dos preguntas. Primero, ¿cuál puede ser la causa de la sensación de malestar que se ha ido gestando en los últimos años? Segundo, ¿por qué han caído tanto el crecimiento y las expectativas de consumidores y empresarios en los dos últimos años?

La respuesta a la primera pregunta está relacionada con el surgimiento de una numerosa y poderosa clase media que demanda bienes públicos y privados de mejor calidad, una mayor igualdad de oportunidades, y un mejor trato. Para dar respuesta a esta demanda, lo que se requería era concentrarse en mejorar la calidad de los bienes y servicios públicos que la clase media exige: educación preescolar, básica, media y técnica; salud; seguridad; más competencia y mejor regulación del sector privado; y más eficiencia y mejores prácticas del sector público; justamente las áreas en que los avances fueron más lentos en los últimos 25 años.

La respuesta a la segunda pregunta es compleja y tiene raíces tanto externas como internas. Entre las externas destacan: (1) la gran crisis financiera global, que inauguró un período marcado por mayor volatilidad cambiaria y de flujos de capitales, y de un menor crecimiento de los países avanzados y de los flujos comerciales; y,(2) el fin del superciclo de los commodities, que siguió a la caída del crecimiento de China y al cambio en la composición de su crecimiento, desde la exportación de manufacturas y la inversión en infraestructura, hacia el consumo interno.

Este deterioro en el entorno externo hacía necesario fortalecer nuestras políticas macrofinancieras, con el objetivo de mantener los equilibrios macro y, en paralelo, facilitar el ajuste de hogares y empresas a esta nueva realidad de menor ingreso por términos de intercambio, de menor crecimiento mundial y de mayor volatilidad e incertidumbre. Se requería, al mismo tiempo, una importante reasignación de recursos que facilitara la expansión de otras áreas, para paliar los efectos del shock externo en la actividad económica y el empleo.

Sin embargo, la capacidad de respuesta a estos shocks externos se ha visto limitada por factores internos relacionados con una amplia agenda de reformas, algunas de la cuales han distraído la atención de la imperiosa necesidad de responder a las demandas de la clase media y al cambio en el entorno económico externo y, al mismo tiempo, han tenido un efecto negativo en las expectativas.

En particular, la reforma tributaria diseñada para recaudar tres puntos porcentuales del PIB, terminó, después de muchos ajustes, con un importante sesgo contra el ahorro y la inversión y, además, con un tratamiento discriminatorio contra el inversionista nacional, con efectos en el crecimiento tanto de corto como de mediano plazo.

En tanto, la reforma educacional, centrada en la gratuidad de la educación superior, desechó una oportunidad única para avanzar en reducir la principal fuente de desigualdad de oportunidades que existe en Chile hoy: los problemas de calidad que aún persisten en la educación preescolar, primaria, secundaria y técnico-profesional, que reciben el 50% más pobre de los niños y jóvenes chilenos.

Como lo ha puesto muy claramente el premio Nobel de Economía, y una eminencia en políticas educacionales, James Heckman, «la principal barrera a la educación universitaria no es el costo de la matrícula o el riesgo de la deuda de los estudiantes, es la habilidad de los niños cuando recién entran al kindergarten».

El sesgo a asociar los problemas de los que marchan con los que tiene la mayoría de los estudiantes chilenos llevó a dejar postergadas las reformas que pueden tener un mayor impacto en nivelar la cancha, dar mejores oportunidades a todos, y, de paso, contribuir a mejorar el capital humano del país, la distribución del ingreso, y las posibilidades de crecimiento futuro.

Finalmente, la reforma laboral no se hace cargo de los problemas más urgentes de nuestro mercado laboral, los que han sido identificados por numerosos estudios, tanto de investigadores nacionales como de organismos internacionales. La ley laboral actual hace que los ajustes frente a, por ejemplo, los shocks externos ya descritos, sean más costosos en términos de deterioro del mercado laboral y de un menor crecimiento, y que, peor aún, tales costos recaigan en mayor medida en los grupos más vulnerables.

En particular, las restricciones al ajuste en las horas trabajadas por semana, a la distribución de horas por mes, y a la reasignación de trabajo al interior de las empresas y entre ellas, restricciones que terminan afectando la capacidad de ajuste de las empresas, el empleo y la productividad.

Dado el profundo deterioro del entorno externo y de las expectativas de productores y consumidores, lo que Chile necesita hoy es concentrar sus esfuerzos de políticas en facilitar el ajuste y la expansión de la economía, reduciendo la incertidumbre interna y facilitando el crecimiento de la inversión doméstica. Como lo he manifestado en columnas anteriores, en esto no hay balas de plata, pero sí numerosas oportunidades para mejorar la flexibilidad de la economía y para aumentar la productividad, con propuestas que han sido identificadas anteriormente y que están hoy sobre la mesa.

Solo faltan un buen diseño y una impecable implementación. Del éxito de esta tarea va a depender retomar la agenda de progreso y el poder satisfacer las necesidades de la creciente clase media que ha surgido gracias al alto crecimiento del período 1985-2014.