El Líbero, 14 de junio de 2017
Opinión

¿Quién está a cargo de la escena? Los medios de comunicación

José Joaquín Brunner.

El ritmo de la política, sobre todo en temporada electoral, está regido por los media. Hacia ellos convergen los candidatos, las noticias, las encuestas y la publicidad política.

1

La subordinación de la política a los medios de comunicación —la TV, la radio, los periódicos, los medios electrónicos y las redes sociales— es una de las más importantes transformaciones de la polis democrática. Allí se expresa su carácter masivo, la representación del soberano, la opinión pública encuestada, la circulación de imágenes, los asuntos de la agenda y el carisma de los líderes.

El ritmo de la política, sobre todo en temporada electoral, está regido por los media. Hacia ellos convergen los candidatos, las noticias, las encuestas y la publicidad política. Las campañas «en terreno» o «la calle» dan testimonio del vínculo social de los candidatos a través de su presencia física en las plazas de los pueblos y en las visitas puerta a puerta. Pero ellas se ganan o pierden en el foro público, en el mercado de las imágenes virtuales, en las pantallas y los flujos de información.

También el reconocimiento de las personas políticas viene de los medios de comunicación; ser visible es ser conocido. Y querido o rechazado, popular o impopular. Lo mismo ocurre con los atributos del personal político. Se vuelven tangibles —y se miden— a través de la televisión y la radio, de Facebook y Twitter. Inteligencia, liderazgo, simpatía, capacidad de mando, manejo de asuntos públicos, todo eso, se muestra y registra en la esfera mediática y encuentra su eco en la opinión pública (me gusta, no me gusta). Los ciudadanos son, ante todo, públicos, audiencias, consumidores de información y generadores de conciencia colectiva: me gusta, no me gusta. Es el dominio del espectáculo sobre la sociedad. Como dice Guy Debort, el clásico analista de este tipo de sociedad, «considerado según sus propios términos, el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, es decir social, como simple apariencia».

En la política contemporánea el peor agravio es hallarse invisibilizado. Que las ideas de uno no sean expuestas y transmitidas. Que los asuntos que uno elige promover no ocupen un lugar prioritario en la escena mediática. Que uno forme parte de una minoría cuya voz no se escuche en los medios. Que uno mismo no sea un protagonista en el espacio medial.

Sin duda, vivimos en la época del espectáculo, de los medios de comunicación, de la información a distancia, de las plataformas móviles, de la transmisión instantánea, de las redes globales. La polis es la aldea de la comunicación y el poder deviene, en significativa medida, «soft power»: conformidad, integración, aceptación, persuasión, seducción, estandarización, consumo simbólico, narrativa, publicidad.

Pero la comunicación política y sus medios y redes son también competencia, conflicto, diferenciación, expresión, crítica, disconformidad, deconstrucción, desmontaje, escrutinio. Particularmente en períodos electorales.

2

Los media son, en este aspecto, un poder siempre soft, pero al mismo tiempo activo, articulador, movilizador, increpador, interpelador, formador de opiniones, creador de corrientes y modas, cuestionador, desmitificador. Crean visibilidad e invisibilizan. Transforman a las personas en personajes.

Digamos así: los flujos de poder en las sociedades democráticas contemporáneas tienen como uno de sus principales agentes a los medios de comunicación, sus propietarios, directores, editores, editorialistas, voces de opinión y estrato de periodistas «estrella», «ancla», entrevistadores de primera línea, investigativos de punta, analistas de noticias, etc.

Esa élite mediática compite con las demás élites de las sociedades —política, empresarial, militar, religiosa, intelectual, tecnocrática, científico-académica, profesional— e interactúa con ella en la escena pública. Y a veces también en los laberintos privados del poder.

Últimamente, ella ha incrementado mucho sus posiciones de fuerza simbólica (soft) al hacerse de un arma destructiva: el escándalo. Su producción medial, exposición, transmisión, evaluación, difusión y enjuiciamiento moral son un monopolio de esta élite. Y una amenaza para la legitimidad y el prestigio de todas las demás élites de la sociedad. El escándalo es el medio más efectivo para neutralizar la política y erosionar la confianza en el personal que pretende administrarla.

La alianza tácita, y la mutua retroalimentación, entre el periodismo de sanción moral y los fiscales de persecución legal de los hechos que se convierten en escándalo conforman un nuevo vector de fuerza en las luchas del poder democrático. Es un poder importante, sobre todo cuando hay una crisis de élites ligadas a escándalos, los jueces asumen un rol activo y la sociedad civil apoya demandas de transparencia, vigilancia, inquisición y sanción.

Del mismo modo, la élite mediática —»empoderada» ahora frente a una clase política cuya complicidad ya no busca ni necesita— se levanta frente a ésta como instancia indagadora, formulando cargos ético-políticos, revelando debilidades de ignorancia, cuestionando la trayectoria de los candidatos, escrutando sus rasgos de personalidad, enjuiciando sus valores o desvalores y, en general, poniendo en tela de juicio la política del status quo, su legitimidad, representatividad, transparencia, efectividad y eficiencia.

Gradualmente, este nuevo grupo de poder —dotado de sus eficaces tecnologías de comunicación y de dispositivos capaces de provocar estados de pánico moral— asume funciones de representación de la ciudadanía, funciones sacerdotales de conducción moral de la sociedad y funciones políticas que complementan o reemplazan a los debilitados y desvanecientes partidos políticos.

3

La organización del espacio público político, como podemos observar en estos días de inicial campaña electoral, está principalmente en manos de los media y de la selecta élite comunicacional. Ellos fijan la agenda de los debates, promueven las prioridades más demandadas, formulan interrogantes, encauzan e interpretan respuestas, proporcionan marcos de referencia, analizan los sucesos y acusan o encausan a los políticos por sus faltas, desviaciones, inconsistencias y debilidades. La polis adquiere entonces un tono inconfundiblemente más noticioso que histórico, más de rostros que de personalidades, más de apariencias que de formas culturales.

Nada de esto sería posible —o, mejor, existiría una dialéctica más equilibrada— si acaso desde el lado de la política, los partidos, los candidatos, los parlamentarios, la tecnocracia, los tecnopols, los intelectuales y el núcleo gubernamental de la polis, hubiese una mayor capacidad de conducción y comunicación. Pero no es así.

Véase: el Gobierno se maneja en sordina, en un discreto segundo plano. Sus ministros dan la impresión de estar compitiendo por ganar el premio al personaje menos conspicuo, el que pasa más desapercibido. La Presidenta Bachelet hace un esfuerzo heroico por rescatar su figura de la impopularidad o la indiferencia para proyectarla hacia las páginas de la historia. El Gobierno no comunica ni delibera; no emociona ni entusiasma.

Además, carece de apoyo, afirmándose en una coalición agotada, que perdió su carácter de centro izquierda, su diversidad interna, su vínculo con la sociedad civil y cuyo nombre, incluso —Nueva Mayoría— estaría reinventándose en estos días, a fin de echar por la borda una marca cuya ilusión hace rato terminó y cuyo futuro es incierto.

Por lo mismo, el diseño de la candidatura presidencial de la debilitada coalición progresista —por ahora a la espera de ser rebautizada— ha resultado tan difícil. ¿Ha de mostrarse Alejandro Guillier como una continuidad profundizada de la administración Bachelet o meramente como el administrador de un legado que no revertirá? En uno u otro caso, se trataría de una definición blanda, sin personalidad propia, sin proyecto. ¿El candidato es independiente o político, radical o socialista, socialdemócrata o liberal-estadista, unitario o federalista, descentralizador o localista?

La otra vertiente gubernamental, el componente DC de la Nueva Mayoría, navega en aguas aún más turbulentas y difíciles de sortear. Está dentro y fuera del Gobierno al mismo tiempo; es parte de esa Nueva Mayoría que está mudando de nombre, pero no interviene en su redefinición; aparece emocionalmente distante de la continuidad, pero razona y se expresa en favor de las reformas impulsadas por la administración Bachelet, aunque con «matices».

En estas condiciones, la candidatura de Carolina Goic —a la cual he adherido públicamente— camina por una delgada y abrupta cornisa. ¿Representa un momento o un proyecto? ¿Cierra un ciclo o abre uno nuevo? ¿Expresa a la DC únicamente o pretende convocar a una diversidad plural? ¿Afirma un programa autónomo, con perfil propio y contenidos claros y distintos, o propone un programa pensado en función del legado bacheletista y de la futura reintegración con el polo progresista?

Por ahora, entonces, la polis seguirá confundida y en manos de sus comunicadores. Como anota en un punto Deborde: Grecia, que había soñado la historia universal, no logró llegar a unirse ante la invasión, ni siquiera a unificar los calendarios de sus polis independientes. En Grecia el tiempo histórico llegó a ser consciente, pero no aún consciente de sí mismo.