La Tercera, 4 de septiembre de 2016
Opinión

Razones y sin razones

Leonidas Montes L..

Sabemos que las grandes reformas del programa -laboral, educacional y tributaria- fueron mal diseñadas. Y también que han sido mal implementadas.

Diversas causas y variables explican la lenta y gradual agonía de la Nueva Mayoría y el rechazo histórico que generan este gobierno, su gabinete y la Presidenta Bachelet. Pero hay una razón exógena que es fundamental y merece mirarse en perspectiva. A partir del movimiento estudiantil de 2011 se generó una dinámica social y política compleja que, alimentada por un grupo de intelectuales, se fue condimentando por una serie de escándalos. El desafortunado y simplista eslogan del fin del lucro permitió a ciertos movimientos radicales de izquierda y al PC subirse a una ola que causaba furor en nuestro barrio. Bachelet también se subió a esa ola. Con una popularidad envidiable arrastró a un amplio grupo bautizado como la Nueva Mayoría. Su espectro político cubría desde anarquistas y radicales de izquierda, pasando por el PC y el PS, hasta llegar a los DC más moderados. Era un «tubazo» que avanzaba con los vientos y mareas hacia la izquierda. Y en la playa del barrio, figuras como Chávez, la señora K, Evo Morales y Rafael Correa hacían alarde de sus piruetas sobre la ola. Junto a ellos, y ciertamente con mayor prudencia, estaban Dilma Rousseff y Michelle Bachelet. En este contexto y ambiente, donde el ímpetu que generaban los discursos anticapitalistas y las excentricidades de los líderes más folclóricos, Bachelet aterrizaba como Presidenta. Pero también traía, como salvavidas, su programa bajo el brazo.

Sabemos que las grandes reformas del programa -laboral, educacional y tributaria- fueron mal diseñadas. Y también que han sido mal implementadas.

Las cosas fueron gradualmente cambiando. El barrio vivió la caída de la señora K, el desastre económico y humanitario que legó Chávez al pueblo venezolano y la reciente destitución de la «amiga» Rousseff (recordemos que, después del impeachment, nuestra Cancillería emitió una declaración pública indicando que Chile seguiría con atención la situación de «la administración de la amiga presidenta»). Aunque el contexto importa, el gobierno, pese a que esos vientos ya no soplan con tanta fuerza, sigue aferrado al programa. Y en este marasmo de señales confusas, con un gobierno de embajadores del programa y una Bachelet que a ratos parece una reina sin vestidos, ni siquiera han querido escuchar a la ciudadanía.

Sabemos que las grandes reformas del programa -laboral, educacional y tributaria- fueron mal diseñadas. Y también que han sido mal implementadas. La reforma tributaria es un engendro que en vez de simplificar para recaudar más, complicó el sistema y ni siquiera recaudará lo prometido. La reforma laboral, pese a que Bachelet reconoció que quería más («no es todo lo que el Ejecutivo impulsó», reconoció) y a la payasada de la ministra Rincón invalidando las cifras del INE (se refirió a otras cifras de empleo «reales y administrativas»), es evidente que ésta tendrá un impacto en el empleo formal, afectando, sobre todo, a los más jóvenes y a las mujeres. Además, sus costos de transacción en términos de judicialización serán significativos. Y vaya novedad, la reforma educacional sigue siendo un caos.

Nicolás Eyzaguirre, quien fuera padre de la regla fiscal, regresó al gobierno de Bachelet con la nostalgia de los sueños sesenteros. Y es uno de los grandes responsables del descarrilamiento del tren educacional. Como ministro celebraba a «los estudiantes libres por las anchas Alamedas» y sintiéndose parte «del grito libertario por una educación desmercantilizada» llevó al Ministerio de Educación a varios asesores estudiantiles. Así como Eyzaguirre dejó el ministerio, ellos también ya dejaron el tren educacional. Y otro ejemplo del desorden y la insensatez que rondan en el gobierno es la incomprensible y polémica idea de sacar la filosofía del currículum escolar. No sabemos bien lo que realmente pasó ni cómo pasó. Sin embargo, independiente de cómo y por qué haya sucedido, es inexplicable y preocupante que esta idea simplemente haya surgido.

Adam Smith, en la Teoría de los Sentimientos Morales -un libro que deberían leer muchos de los ideólogos de la Nueva Mayoría- se refiere al «hombre de sistema» que imagina que puede arreglar la sociedad con la misma facilidad con que se mueven las piezas en un tablero de ajedrez. Y ya que el programa finalmente obedece a un sistema, hablaremos de los «hombres y mujeres del sistema». Según Smith, ellos suelen olvidar que en el gran tablero de la sociedad cada pieza tiene un movimiento propio que puede ser distinto al que le quieren imprimir. El padre de la economía concluye que si esos dos movimientos coinciden, el juego será armonioso y feliz. En cambio, si no coinciden y son opuestos, el juego será desordenado y triste. Hay algo de todo esto en nuestro Chile actual, donde el dogma, la sordera y la ceguera de la Presidenta Bachelet y su equipo han alcanzado niveles sorprendentes. Este gobierno, que partió surfeando sobre una ola que se movía rápidamente hacia la izquierda, todavía no quiere ver la realidad.

Bachelet, alentada por un férreo círculo de aduladores intelectuales y políticos, quiso mover a Chile hacia la izquierda, demasiado a la izquierda. Al final se ha generado un rechazo generalizado. Y la consecuencia está a la vista: la candidatura de Lagos y la figura de Piñera emergen como los contrincantes para un «clásico» después de esta pichanga. Pese a que ya pasó la ola que sacudió al barrio, Bachelet sigue impertérrita, aferrada al programa como si tampoco nada hubiera ocurrido en Chile. Sólo cabe esperar que su programa no se convierta en un Transantiago 2.0. Si así fuera, al menos esta vez no se podrán deslindar responsabilidades entre el diseño y la implementación.