Sólo en Ecuador, Guatemala y Perú habría un nivel claramente inferior de confianza en la justicia que en Chile. En otros cinco casos -Argentina, Bolivia, México, Panamá y República Dominicana- los niveles de confianza en la justicia serían similares.
Pocos discuten que los niveles de confianza en el mundo político son extraordinariamente bajos. En encuestas de opinión pública realizadas por el CEP en los últimos años una proporción de la población que está en torno al 10% tiene mucha o bastante confianza en los partidos. Estos niveles son algo más bajos de los que se observan en otros países pero las distancias tampoco son dramáticas, incluso cuando la comparación se hace con países europeos. En Iberoamérica sólo en Brasil, España y Portugal parecería haber claramente una mejor evaluación de los partidos políticos que en Chile. En el resto de la región la confianza en éstos es tanto o más baja que la que se observa en nuestro país. Así, la desconfianza hacia la política parece estar relativamente extendida en el mundo.
No ocurre lo mismo, sin embargo, con los tribunales de justicia. En Chile, según encuestas recientes del CEP, alrededor de un 20% de la población tiene mucha o bastante confianza en los tribunales de justicia. En la región iberoamericana sólo en Ecuador, Guatemala y Perú habría un nivel claramente inferior de confianza en la justicia que en Chile. En otros cinco casos -Argentina, Bolivia, México, Panamá y República Dominicana- los niveles de confianza en la justicia serían similares. En otros siete países iberoamericanos se confiaría claramente más. En el mundo desarrollado la proporción de la población que tiene mucha o bastante confianza en la justicia se mueve desde una cota inferior de 32% en Italia al 78% de Dinamarca.
Posiblemente son muchas las causas detrás de este bajo nivel de confianza en la justicia. Desde luego se percibe que los procesos judiciales avanzan con lentitud y que los tribunales son demasiado blandos con los delincuentes. Por diversas razones cuesta pensar que estos sean factores demasiado importantes detrás de esta baja confianza. Por una parte, sólo una proporción pequeña de la población se enfrenta a la burocracia judicial. Por otra, las cárceles están llenas y en muchos casos las liberaciones de posibles delincuentes se producen por falta efectiva de evidencias respecto de su culpabilidad. La falta de independencia del poder político, tan evidente durante el régimen militar, parece de una u otra forma seguir penándole al poder judicial. Ello a pesar de que se ha producido una renovación profunda de los altos magistrados. Tal vez esa falta de independencia sea más aparente que real, pero tiende a aflorar cada vez que surgen investigaciones judiciales cuyos resultados pueden afectar al gobierno.
Los acontecimientos que han rodeado en el último tiempo la investigación de la jueza Chevesich han puesto nuevamente el asunto de la independencia sobre el tapete. Ello se ha hecho más evidente desde que en su último fallo la ministra encargada de la investigación insinuase implícitamente que algunos recursos públicos pueden haber terminado en manos de campañas electorales o en su defecto haber servido para enriquecimientos personales. No hay evidencia de ello aunque los desembolsos y recepciones de algunas instituciones y personas no tienen un respaldo suficiente. Que un caso que posible pero muy eventualmente pueda afectar al presidente de la República genere tal comedia de equivocaciones que tenga al presidente de la Corte Suprema anunciando una posible renuncia apenas meses después de haber asumido parece un despropósito y es propia de un país incivilizado.
Lo curioso es que esta comedia de equivocaciones no parece responder tanto a presiones demasiado significativas del poder ejecutivo. Seguramente las hay, posiblemente de manera indirecta, pero mucho de lo que ha sucedido en este caso parece ser más bien el fruto de actuaciones personales que quisieran evitar o atenuar los posibles efectos que pudiese tener sobre la presidencia la confirmación, paradójicamente aún no probada, de que recursos públicos fueron a parar a la campaña presidencial de 1999. Parece bueno recordar ese viejo dicho popular de que “los cuidados del sacristán mataron al señor cura”. Por eso lo que le conviene al gobierno es que la justicia haga su trabajo. Si ello no ocurre no tardarán en aparecer las dudas.
Se puede argumentar que en el accionar de la ministra Chevesich hay motivaciones políticas y que ello exige contrarrestarla. Sin embargo, aunque existiesen esas motivaciones, algo que parece bastante menos probable de lo que se ha insinuado, el caso judicial tiene que sostenerse por su propio peso. Es difícil pensar que se pueda pasar “gato por liebre” en esta situación. Baste recordar el caso de Bill Clinton, donde un fiscal especial recomendó, en contra de la opinión de diversos expertos de todas las tendencias políticas, impugnarlo al Congreso no por el fraude que se le ordenó originalmente investigar sino que por sus actuaciones y declaraciones respecto de su relación con Monica Lewinsky. Hay el convencimiento de que ese fiscal se dejó llevar por motivaciones políticas, pero la población estadounidense no respaldó su caso. Más del 70% no consideró que había suficientes antecedentes para impugnarlo. Con todo, una mayoría sostuvo que si se demostraba que había intentado obstruir la justicia debía ser impugnado. Parece, por tanto, posible que en la medida que la población perciba que la justicia chilena enfrenta obstáculos el costo político para el gobierno y la Concertación puede ser significativo.