Al juzgar no debemos olvidar muchos matices que en toda honestidad deben ser ponderados: tal vez no nos gustó el resultado final, pero eso no supone desconocer el arduo trabajo y que se logró cumplir con un plazo exigente pese al escepticismo inicial.
Hay una verdad que, tal vez por evidente, se olvida fácilmente en el fragor de la polarización: quien toma posición en el debate público será siempre el villano en la historia de alguien. Por ello, cualquiera sea nuestra valoración de lo que ha sido este proceso constituyente, debemos evitar juicios maniqueos sobre lo que ha sido este último año y reconocer sus aspectos positivos.
Es cierto que el proceso estuvo marcado por bochornos, frivolidades y un infantilismo que terminaron por empañarlo a ojos de la ciudadanía. También es cierto que el borrador constitucional tiene aspectos de diseño institucional sumamente problemáticos que no deben minimizarse. Yo mismo he sido muy crítico de algunos de ellos en este medio. Pero eso no puede traducirse en negar las muchas cosas que igualmente debemos celebrar de este proceso. Como todo en la vida, al juzgar no debemos olvidar muchos matices que en toda honestidad deben ser ponderados: tal vez no nos gustó el resultado final, pero eso no supone desconocer el arduo trabajo y que se logró cumplir con un plazo exigente pese al escepticismo inicial. De igual forma, se critica –con sobradas razones– el rol de los independientes, pero no debemos olvidar que ellos nos mostraron realidades particulares de distintos territorios o actores sociales que de otra forma seguirían invisibilizados en el debate público.
¿Cuál son esas cosas que conforman la mitad llena de esta historia? Primero, la opción por un proceso constituyente. Lo olvidamos fácilmente, pero el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución es tal vez el mayor logro de nuestro sistema político en las últimas décadas. Ahí donde casi todos sus antecesores fallaron, nuestra clase política logró canalizar institucionalmente una crisis de proporciones mayores gracias a la capacidad de diálogo entre adversarios y la confianza de casi todos ellos en nuestra democracia constitucional. A esto se suma una mesa técnica de catorce académicos que logró traducir este acuerdo en una propuesta de reforma constitucional. En uno y otro caso, su trabajo sólo merece reconocimiento y admiración.
Segundo, la capacidad de los convencionales de posicionar ciertos temas que llegaron para quedarse. En este punto, los ejemplos abundan: la paridad como exigencia mínima en la representación política, el impulso hacia un estado de bienestar y una desconcentración territorial del poder, la valorización de los pueblos originarios y la protección del medio ambiente. Muchos de estos temas fueron los causantes de masivas movilizaciones en los últimos quince años, pero los parlamentarios hicieron poco por canalizarlos institucionalmente. De nuevo, esto no supone estar de acuerdo con la forma en que el borrador constitucional tradujo estas aspiraciones en texto, pero sí significa reconocer la importancia de temas descuidados durante tanto tiempo en el debate público.
Tercero, hay muchos convencionales que merecen ser destacados por distintas contribuciones al proceso constituyente. En ello, la experiencia no fue un factor decisivo: indudablemente muchos políticos de trayectoria tuvieron un rol indiscutible, pero también hubo aportes muy positivos de quienes de desempeñaban por primera vez en un primer cargo de representación popular. Sería ciertamente imposible individualizar todas estas contribuciones, pero deben destacarse como ejemplo la capacidad de diálogo de algunos y de escucha de otros, además de los reiterados intentos de varios convencionales de conversar con sus adversarios políticos. Muchos de estos últimos demostraron también mucha prudencia cuando la polarización impedía ver lo positivo en el contrario.
Cuarto, la renovación política que augura la Convención Constitucional. En las últimas décadas nuestra clase política ha evidenciado una escasa capacidad para producir nuevos liderazgos que faciliten un recambio generacional, como lo evidencian las segundas presidencias de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. Por ello debe celebrarse la importante cantidad de liderazgos que ha emergido en estos meses de discusión constitucional. Es indudable que el liderato de estos convencionales deberá ahora consolidarse fuera del ex Congreso Nacional, pero aun así debemos prestar atención a muchos jóvenes convencionales cuyos aportes al proceso auguran un interesante futuro político.
Finalmente, debe reconocerse y celebrarse la contribución de muchos trabajadores del Congreso Nacional y otras reparticiones públicas que trabajaron incansable y anónimamente al servicio de la Convención Constitucional. Puede que Carmen Gloria Valladares y John Smok sean sus únicas caras visibles, pero junto a ellos hay muchas otras personas cuyo profesionalismo y sobriedad representa lo mejor de la función pública chilena.
La enumeración podría continuar: los académicos que desinteresadamente ayudaron a convencionales desde sus distintos saberes, los pasantes que en forma gratuita sirvieron de apoyo en las distintas comisiones, etc. Lo importante es recordar que, cuando en los próximos meses muchos quieran presentarnos el mundo en blanco y negro, la verdad es que casi todo en la vida opera en una escala de grises. Como alguna vez sugirió el fotógrafo Elliott Erwitt, “el color es descriptivo, mientras que el blanco y negro son interpretativos”.