La Tercera, 20 de julio de 2014
Opinión

Reflexiones sobre la reforma

Leonidas Montes L..

La firma del “protocolo” que selló el acuerdo en el Senado ha sido celebrada y criticada. Todo partió con un proyecto de campaña algo desprolijo. En seguida vino el entusiasmo del triunfo, la premura y el frenesí legislativos. Basta recordar la irreflexiva aprobación express en la Cámara de Diputados. Al alero de la Nueva Mayoría_x0007_-que es realmente el regreso de Bachelet-, algunos pretendieron imponer la primacía de la política entendida como el mero uso del poder. Pero afortunadamente, les salió el tiro por la culata. En medio de consignas refundacionales, el corazón de la reforma tributaria -la eliminación del FUT- se encontró con una serie de dificultades. Y para qué hablar de la renta atribuida. Surgieron dudas respecto del evidente impacto económico y de la implementación práctica de la reforma. Pronto siguió una desafortunada campaña comunicacional. En cierta medida, esa osadía comunicacional marcó un punto de inflexión. Se agudizaron las críticas, se sumaron las pymes, emprendedores y comerciantes. El ambiente a ratos polarizado finalmente gatilló un análisis más reposado y responsable en el Senado. Lo que allí sucedió, aunque el resultado deja mucho qué desear, fue una sana deliberación política. La comisión escuchó a los actores principales. No fueron sólo las críticas que se vertieron en la prensa. Fueron cientos de horas dedicadas a escuchar y evaluar un tema que de por sí es muy complejo. Las falencias en cuanto al impacto en el ahorro y la inversión -claves para el desarrollo- se recogieron y se corrigieron. Pero esta reforma tributaria no fue fruto de la reflexión y el trabajo acucioso de las antiguas comisiones de Bachelet. Fue un proceso algo precipitado. Al final se corrigió una mala reforma. O se controló el daño económico que podía provocar la imposición dogmática de un trabajo más teórico que práctico.

La simplicidad en cualquier esquema tributario es clave. Y en este punto, la nueva reforma abre espacios que en vez de simplificar pueden complicar. También faltó atrevimiento. Por ejemplo, si usted entra a una estación de servicios en Estados Unidos verá que el diésel es más caro que la bencina. En Chile ocurre justo lo contrario. Y la razón es simple: en nuestro país, el impuesto específico a los combustibles es de 6 UTM por metro cúbico para la gasolina y de sólo 1,5 UTM para el diésel. Todo esto se mantuvo. Si se igualaran ambos impuestos y se eliminaran las devoluciones, como parece razonable, el Fisco recaudaría 1.800 millones de dólares, casi un cuarto de la meta de 8.200 millones. Pero para paliar la proliferación de automóviles diésel, inventaron un impuesto de importación de vehículos diésel. Mala idea. Por otro lado, se mantiene la renta presunta que es fuente de abusos.

Pese a todos los inconvenientes, lo que se logró evitar es más importante. El costo económico de una mala reforma hubiera sido quizá tan nefasto como el costo político de imponerla. En este sentido, hay que valorar el proceso de deliberación política que llevó a cabo la comisión del Senado. Hicieron la pega. Y también hay que celebrar el agudo olfato político de Bachelet. Quizá no es el regreso a la política de los consensos, pero prevaleció un sano pragmatismo. Lo importante, aunque todo esto sólo parezca un necesario golpe de oxígeno para una derecha que sigue aturdida, es el acuerdo alcanzado. Con una Alianza todavía inerme después del fracaso electoral, ese oxígeno debería ser un aliciente para la discusión educacional.

El ala de la izquierda más radical y los promotores de la retroexcavadora -los chicos de las bufandas rojas- critican el regreso de los consensos. Reaccionan ante el fantasma de la exitosa Concertación que ha llevado a Chile a ocupar un lugar privilegiado dentro de Latinoamérica. Y promueven fallidas doctrinas sesenteras como si ellos fueran la mayoría. Pero olvidan que Chile es un país de centro que posiblemente valora los acuerdos. Y que la mayoría de los chilenos no está para experimentos dogmáticos ni para arriesgar todo lo que se ha logrado con tanto sacrificio y esfuerzo. La opinión pública, por lo demás, ya le había dado la espalda a la reforma tributaria.

Pasar la aplanadora hubiera sido tan irresponsable como políticamente arriesgado. El ambiente económico mundial es incierto. La bonanza del cobre, con un Codelco con mayores costos y menor eficiencia, tiene fecha de vencimiento. Y a todo esto hay que agregar un ambiente político internacional cada vez más complejo y enrarecido. El conflicto armado en la Franja de Gaza, el avión comercial derribado en Ucrania, por ejemplo, sólo nos recuerdan la fragilidad de la economía ante la estabilidad política mundial. Y un país abierto al mundo, como Chile, está aún más expuesto a estos vaivenes. Por eso la prudencia y el realismo político en materias económicas son invaluables.

Finalmente, es notable el acuerdo respecto de la necesidad de recaudar más para invertir en educación. Si bien subir los impuestos tiene un impacto económico negativo, este consenso habla de un país maduro que quiere avanzar en la dirección correcta.

Aunque ya veremos qué se hace con todo lo recaudado, el acuerdo trasciende las naturales diferencias ideológicas. Y eso es sano. Por otro lado, hay que destacar que la opinión pública también jugó un rol importante. Las encuestas dieron las primeras señales políticas levantando luces de alerta. Quizá en nuestro camino al desarrollo, con nuestro PIB per cápita empinándose sobre los 19.000 dólares, estamos aterrizando a la dura realidad que algunos pretenden soslayar. Los fenómenos sociales, económicos y políticos son complejos. Si no lo cree, pregúntele a los genios del Transantiago.