En 1999, justo después de la elección de Hugo Chávez, nació la nueva República Bolivariana de Venezuela con su Asamblea Nacional Constituyente.
El caudillo militar gradualmente inició su Revolución Bolivariana. Un fallido golpe de Estado lo trajo de regreso al poder en la gloria y majestad del caudillo herido que de pronto se siente iluminado. Entonces, inicia su camino al socialismo del siglo XXI con su dura e incansable lucha contra el imperialismo. En el boom de las vacas gordas el petróleo lo solucionaba todo. Fue reelegido por un segundo mandato. Mientras tanto se destruían instituciones y se modificaban las leyes para asegurar el poder de un gobierno centralizado. Y todo esto, bajo una supuesta democracia. Durante su tercer período sufrió un cáncer terminal. La enfermedad, finalmente, lo llevó a buscar apoyo médico en Cuba. Fue su última romería a esa hermosa y nostálgica isla que estuvo por más de 50 años bajo el férreo puño de Fidel Castro. Y en marzo de 2013, antes de morir, designó a Nicolás Maduro como su sucesor.
La crisis política, económica y social que vive Venezuela es el desenlace de una historia anunciada. Como si el hombre fuera el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, los venezolanos se han estrellado con la sólida roca de esa historia que se repite. Es la misma vieja seguidilla de hechos que ha llevado una y otra vez al fracaso del socialismo trasnochado. Y hoy el país que le debemos al gran Andrés Bello, ese portento de inteligencia y prudencia que contribuyó a que Chile sentara las bases institucionales de un exitoso siglo XIX, yace en el caos y la desesperanza.
A veces me pregunto qué diría don Andrés Bello si presenciara lo que sucede en su querido país natal. Se sorprendería ante el carisma de un vociferante y desafiante Chávez. Probablemente, se desilusionaría ante la locura de poder que azota a su sucesor Maduro. Pero el padre de nuestro estado de derecho ciertamente lamentaría el lento y gradual trabajo de demolición política e institucional que ha afectado a ese país.
En esta tragedia humanitaria hay muertos, hambre y presos por criticar u oponerse al régimen. La polarización es aguda. La economía está en ruinas. Y la libertad ya es un sueño del pasado. ¿Cómo pudo Venezuela llegar a esto? Y peor aún, ¿cómo podrá salir de esto? Son preguntas inquietantes que no tienen respuestas claras.
En Chile, estos caudillos todavía contagian apoyo y simpatía en un amplio espectro que de la boca para afuera abogan y defienden la democracia. De hecho, Camila Vallejo, después de visitar a Fidel Castro y conocerlo personalmente, lo llamó «un faro de esperanza para Latinoamérica». Sin ir tan lejos, esta semana, en la Cámara de Diputados, ella impidió que el gobierno intercediera en Venezuela a favor del encarcelado periodista Braulio Jatar. Y cómo olvidar el brinco adolescente de Bachelet cuando el gran Fidel decidió recibirla. Inmediatamente después, el gran Fidel le dio una estocada apoyando las aspiraciones marítimas de Bolivia. Pero todo eso nada importa. Lo que importa son los ideales, esos ideales que conducen al conocido desenlace.
Entender la historia es tan simple y complejo como entender la psicología humana. En Chile hay muchos cómplices activos y pasivos que defendieron y participaron de la Revolución Bolivariana. Ahora esos políticos e intelectuales que entusiastamente aplaudieron el socialismo chavista del siglo XXI hacen vista gorda sobre la grave situación que afecta a ese país amigo. El senador Navarro fue un gran promotor del régimen venezolano. Pero estuvo acompañado de una pléyade de sim- patizantes. Y para qué hablar del precandidato presidencial socialista don José Miguel Insulza. Mientras se desempeñó como secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), entre 2005 y 2015, posiblemente hizo más por mantenerse en su cargo que por Venezuela.
Aunque en Chile estamos muy, pero muy lejos de vivir una situación como la de Venezuela, es importante no perder de vista lo que ha sucedido en ese país. El desenfadado anhelo que algunos políticos e intelectuales mostraron por el socialismo del siglo XXI es una voz de alerta. Es fácil y tal vez políticamente rentable lanzar diagnósticos alarmantes y críticas devastadoras al mercado, al sistema o al modelo. Simplemente se pone el foco en los problemas y no se proponen alternativas de solución. Algo de eso hemos vivido en Chile. El énfasis en lo malo y lo negativo sin alternativas viables nos ha llevado a perder de vista lo bueno y lo positivo. El humo de la retroexcavadora ha nublado lo que hemos construido. Aunque hay más luces que sombras, las sombras han ocultado la luz de lo que hemos logrado.
En los últimos 30 años hemos vivido cambios de todo tipo. Chile ha cambiado y evolucionado. Y sigue cambiando. En el plano empresarial, la otrora tranquila y aburrida Sofofa vive una verdadera campaña electoral. Los sanos aires de cambio contagian el ambiente empresarial y un destacado empresario de la nueva generación se las está jugando por entero para dirigir esa institución. En la izquierda surge el Frente Amplio, con una candidata que perfectamente podría ganarle a Guillier. Si así fuera, la agonía de la Nueva Mayoría iría acompañada del ocaso de algunos partidos tradicionales y emblemáticos de la izquierda. Pero en la derecha también hay nuevos aires de cambio. Evópoli ha hecho su pega con esfuerzo y trabajo y ya es un sólido partido con futuro. Y lo mejor es que en el sector se respira una sana preocupación por las ideas. Hoy, la derecha también lleva la bandera de las ideas. Y todo esto es muy sano, porque la política sin ideas es vacía, pero las ideas sin política son ciegas.
Aunque en Chile estamos muy, pero muy lejos de vivir una situación como la de Venezuela, es importante no perder de vista lo que ha sucedido en ese país.
El desenfadado anhelo que algunos políticos e intelectuales mostraron por el socialismo del siglo XXI es una voz de alerta.