La decisión de los presidentes de los partidos de la Concertación de no asistir a una reunión con el Jefe de Estado, que ellos mismos solicitaron, fue lamentable. Se aparta de los símbolos republicanos que los sectores que aspiran a representar a la ciudadanía deben ayudar a cultivar. No es raro, entonces, que esta actuación haya sido objeto de cuestionamientos, varios de ellos provenientes de las mismas filas de la coalición opositora.
Tanto o más impresentables son los argumentos esgrimidos para desistir de la reunión: básicamente, más allá de las contradicciones, no poner en riesgo su eventual relación con el movimiento estudiantil. Este, cabe recordarlo, levanta diversas banderas, algunas que pueden ser de interés para toda la ciudadanía, pero otras que reflejan aspiraciones particulares que no necesariamente están al servicio del país.
La más respetada de las 85 cartas, escritas en defensa de la Constitución estadounidense, que componen «El Federalista», la número 10, advierte sobre los peligros que encierran aquellas facciones de ciudadanos unidos y movidos por un interés común contrario a los intereses permanentes y agregados de la comunidad.
Advierte el escrito que la presencia de ellas es inevitable y que es imposible eliminarlas sin sacrificar la libertad. El único camino es controlar sus efectos, y para ello, el mejor instrumento es la República, entendida como democracia representativa; esto es, un número limitado de ciudadanos elegidos en representación del resto. Se estimaba que éste era el mejor filtro para refinar y ensanchar las opiniones públicas. Tal planteamiento sigue siendo tan válido hoy como en 1787.
En momentos en que el apoyo a la política es reducido, existe un riesgo alto de sucumbir a las facciones. La intensidad de sus demandas, propia de grupos con un foco altamente concentrado, y la fácil pero no siempre correcta identificación de las mismas con el interés público, facilitan la renuncia a sopesar las propuestas específicas que provienen de los sectores movilizados. Por supuesto que ayuda el contexto.
Se habla de una crisis de representatividad. Es fácil levantar el argumento, pero más complejo es probarlo. Hay, obviamente, antecedentes para sustentarlo. Por ejemplo, una proporción importante de la población -la más joven- no está inscrita. Muchos han intentado descifrar a través de diversas vías si la participación masiva de éstos cambiaría de forma significativa el escenario político actual. La evidencia al respecto es débil. Habría seguramente más vértigo, algo muy sano para la democracia, pero el cuadro general cambiaría poco.
Esa estabilidad se comprueba en las votaciones de los últimos 20 años. Sorprende que las dos coaliciones políticas reúnan en todas las elecciones, independientemente del carácter de las mismas, una alta y estable proporción de los votos. Por cierto, con fluctuaciones propias de la distinta naturaleza de los regímenes electorales establecidas para cada una de ellas y de fenómenos políticos puntuales.
Esta constatación no significa que la elección de nuestros líderes políticos sea particularmente disputada. Con reglas distintas que aseguren una mayor competencia por los liderazgos, otros podrían ser los elegidos, pero es más probable que el rebalance de poderes se produzca al interior de las coaliciones. En todo caso, es algo que habría que constatar.
No hay, entonces, que exagerar la falta de representatividad. En cualquier caso, el mayor riesgo actual es que los distintos grupos políticos se vuelvan rehenes de facciones particulares. Esta semana, la Concertación dejó en evidencia esta posibilidad. Nuestros representantes harían bien en releer «El Federalista».