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Repúblicas aéreas

Joaquín Fermandois.

Repúblicas aéreas

«La idea de una Carta salvífica caló profundamente en la mentalidad de una mayoría. No la hace menos errada».

Las creencias y religiones tradicionales, con la decidora excepción del islamismo, estarán en crisis o declinación. Las creencias en supercherías claramente no lo están. Parafraseando a Chesterton, cuando se deja de creer en una fe incondicional, no es que no se crea en nada, sino que la fe se transfiere a cualquier superstición, a cualquier bobada.

Con el “estallido” emergió un fenómeno antes latente, una piedra filosofal, mantra que todo lo encanta: una nueva Constitución. A decir verdad, la idea de una Carta salvífica (no niego que, en su momento, ayudó a calmar algo las cosas), que sacia la sed de promesas y logros, caló profundamente en la mentalidad de una mayoría de la población. No la hace menos errada, y puede ser camino a la catástrofe. Por otra parte, en todas estas conmociones existe una probabilidad —a veces ocurre— de que como reacción emerja una ola de sentido común creativo, no estático, que demora en arribar. Si por fin este retorna por sus fueros, es posible que logre canalizar el proceso y retomar toda esa vena positiva del desarrollo de Chile de más de 30 años, reparando en lo que se pueda los hoyos negros de nuestra realidad.

Prefiero sumarme por un momento al estilo bolivariano, invocando precisamente a Simón Bolívar como testigo. Para ello, hoy por hoy se debe desbrozar mucha maleza y avanzar más allá de la caricatura en que lo convirtió Hugo Chávez, y leer atentamente al mismo Bolívar: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfección del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada” (1812). Por largo tiempo siguió el Libertador impetrando a la razón, en vano, que sus conciudadanos pretendían lograr “soluciones divinas por resortes humanos”. No son palabras muy diferentes a las de Diego Portales, con resultados distintos.

Por algo después de 200 años de repúblicas nadie —salvo grupos marginales en lo político— podrá a lo largo del mundo referirse a este continente o a algunos de estos países como un auténtico modelo. Deberíamos sentirnos humillados, pero la verdad es que somos indiferentes a esta verdad elocuente. Quizás, como afirmaba Octavio Paz, nos cuesta aprender de la historia. No lo decía en el sentido de aprenderla de memoria o siquiera comprender el sentido y secreto de sus manifestaciones; aludía al simple aprendizaje cotidiano, la manera de afrontar las crisis, depurar los procedimientos, acertar en los compromisos necesarios, adiestrarse en esa virtud de fundir las ideas con la práctica y que reluzca un sentido común iluminador, no limitante, sino fecundo. Chile se aproxima a alumbrar, según mis números, la 253° Constitución que esta América ha tenido desde 1810. ¿Se aprenderá alguna vez la lección? ¿Le haremos el quite a una “república aérea”?

Para terminar en espíritu bolivariano, una reflexión del llamado Precursor de la independencia de Venezuela, Francisco de Miranda, comparando EE.UU. y Francia, en 1799: “Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos. La revolución americana y la francesa. Imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda”.