La pobreza subió en Chile por primera vez desde el retorno a la democracia. Aunque hay explicaciones tentativas para ello -mayor desempleo en 2009 como consecuencia de la crisis económica y una elevación significativa, no observada en el pasado, en el valor de la canasta básica de alimentos, que es la base para determinar la línea de la pobreza-, este es un fenómeno que golpea y que no se puede desatender. Más todavía, es legítimo sostener que el así llamado sistema de protección social no resistió el primer embate al que fue sometido. No podía ser de otra manera. La idea en que el país ha construido dicho sistema es exagerada, sobre todo porque las políticas sociales se han pensado de forma casi independiente del ciclo económico, algo que no deja de ser sorprendente en un país que si algo lo caracteriza son las importantes fluctuaciones en todas sus variables económicas. Pero el mareo que genera esa retórica nubla la vista e incluso olvida que la política social es incapaz de reemplazar el papel del crecimiento económico y la generación de empleos en la derrota de la pobreza. Esa mirada estaba clara al inicio del gobierno de la Presidente Bachelet, aunque hacia su final, inadvertida o intencionadamente, ya se había diluido.
Se debe reacomodar, entonces, el discurso: crecimiento económico y política social van de la mano. Además, debe reconocerse que esta última tiene mucho espacio para mejorar. A veces cuando se habla de protección social se pone el acento en qué cosas agregarle como si lo existente fuese intocable y estuviese funcionando muy bien. Rápidamente, entonces, vienen las demandas por reformas que eleven la carga tributaria como si un determinado nivel de ésta fuese un objetivo en sí mismo. Al final, pareciera ser que es sobre esto que se quiere discutir más que respecto de las características que debe poseer un sistema de protección social efectivo. Para ese discurso, más allá de las causas que la expliquen, este aumento en la pobreza es una bofetada de la cual no será fácil reponerse. Ahora la discusión, correctamente a mi entender, se va a volcar en cómo mejorar la política social. En Chile, el así llamado gasto social suma del orden de los 29 mil 500 millones de dólares. Un 80 por ciento de éste se gasta, en orden de importancia, en educación, prestaciones de seguridad social, salud y vivienda. En estas áreas hay políticas satisfactorias, pero también hay mucho que mejorar. Sin embargo, se mezclan en ese gasto una serie de programas que responden a lógicas diversas, aunque en general permanentes, siendo poco sensibles a los ciclos económicos.
Así, es más interesante saber qué pasa con el resto del gasto social que suma del orden de los 5 mil 500 millones de dólares. Pues bien, una gran mayoría de estos esfuerzos son sumamente dispersos y de dudoso impacto. Aunque puede valer la pena preservar y perfeccionar algunos de ellos, el resto de los recursos debería concentrarse en un único y gran programa de transferencias de ingreso a los hogares en pobreza en el espíritu de lo que se ha conocido como impuesto negativo a los ingresos. La propuesta es simple. Así como las personas de mayores ingresos pagan impuestos a la renta y las de ingresos medios están excluidas del pago, las de menores ingresos deberían recibir un suplemento del Estado (un impuesto negativo). Este suplemento se retira gradualmente cuando suben los ingresos del hogar. Algo de ello es lo que está a la base del ingreso ético familiar, pero pareciera que el Gobierno se ha complicado en demasía en su diseño. Si bien un programa de estas características no está exento de críticas, ellas no son insuperables y sus posibilidades de amortiguar las crisis son mayores que esquemas de otra naturaleza. Si una parte importante de los programas inefectivos se consolida en esta iniciativa, tampoco parece tan necesario el Ministerio de Desarrollo Social. El Gobierno haría bien en concentrarse en la primera y olvidar la segunda.