Intentar abordar la desigualdad del país con más premura de lo que se ha hecho puede ser un gran error. Hay que perseverar en el camino que hasta ahora se ha seguido.
Nadie discute que la desigualdad en Chile es alta, pocos piensan que las actuales brechas puedan cerrarse en plazos breves y muchos echan de menos una mayor atención a esta desigual realidad. De hecho, no falta quienes creen que falta voluntad para acabar con esta situación. Los debates respecto de las causas de este fenómeno se han multiplicado. Por cierto, ellos son bienvenidos, aunque de repente se pierden de vista los datos y números que son indispensables para comprender nuestra desigualdad. Los hogares chilenos tienen una capacidad muy distinta de generar sus ingresos. Poco más de la mitad de esos ingresos autónomos son salarios. Alrededor del 15 por ciento son ingresos del trabajo independiente o de pequeñas iniciativas empresariales. El resto, del orden del 35 por ciento, son ingresos del capital, una cifra que no es muy distinta de la que se observa en otros países. Estos ingresos, aunque no tenemos buenas mediciones, seguramente están muy concentrados, pero no tenemos antecedentes que sugieran que la concentración es mayor que en otros países.
Sabemos, en cambio, que los salarios e ingresos del trabajo están muy desigualmente distribuidos respecto de otros países. Por ejemplo, en Chile la remuneración más baja en el 10 por ciento de las personas de mayores salarios supera en siete veces el ingreso más alto del 10 por ciento de personas de menores salarios. En los países europeos esta razón no es mayor a 2,5 y en Estados Unidos bordea las cuatro veces. Si hubiese que elegir un único elemento para explicar la muy desigual distribución de nuestro país no cabe duda que sería este. Por cierto, este fenómeno es un resultado en búsqueda de explicaciones. Aquí surge un abanico de posibilidades. Las discriminaciones en contra de la mujer o de otros grupos sociales son candidatas habituales. Este camino tiene dificultades. Desde luego las brechas salariales son tan marcadas al interior de los hombres como de las mujeres. Las diferencias que existen entre los salarios de ambos géneros, de magnitudes importantes aunque posiblemente inferiores a las que reportan con alguna regularidad en el país, alcanzarían a explicar una ínfima proporción de la mayor desigualdad relativa de los ingresos del trabajo en nuestro país. Algo equivalente se puede decir respecto de otras fuentes de discriminación.
Más plausibles son aquellas explicaciones que tienen que ver con nuestra actual dotación de recursos productivos y cuyos efectos sobre la desigualdad son difíciles de anticipar y controlar. Aquí estamos entrando en honduras, pero no parece razonable pensar que las desigualdades de los países, aun en presencia de ingresos, instituciones, políticas, impuestos y gastos similares, tengan que converger hacia magnitudes similares. Por ejemplo, en nuestro actual estado de desarrollo es difícil pensar que podamos converger a las desigualdades de países como Corea del Sur, un país que tiene una carga tributaria marginalmente inferior a la nuestra, o España que tiene una carga tributaria, después de excluir contribuciones a la seguridad social, algo más alta que la nuestra. No puede dejar de notarse que la desigualdad del país tiene, en estricto rigor, poco que ver con la carga tributaria del país.
Por cierto, hay un vínculo indirecto. Una mayor carga tributaria permitiría, por ejemplo, mayores subsidios en pensiones o en otro programa social, compensando a través de esa vía la falta de capacidad de algunos hogares de generar ingresos autónomos. Sin embargo, aun en presencia de subsidios generosos y como resultado de la fuerte desigualdad de los ingresos del trabajo, los efectos sobre la distribución del ingreso serían apenas perceptibles. En un escenario de estas características surgirían rápidamente nuevas presiones para subsidios aún más generosos. No parece ser en el mediano y largo plazo un camino estable.
Políticamente la porfiada realidad es difícil de reconocer. Pero una vez que ello se logra es inevitable concluir que el principal foco de nuestros líderes políticos tiene que continuar siendo el crecimiento económico. Si este énfasis va acompañado de la acumulación de capital humano a través de buenas políticas de salud y, en particular, de educación observaremos tarde o temprano que nuestras brechas salariales comenzarán a acortarse y que nuestra desigual distribución del ingreso comenzará a revertirse. Esta parece ser una vía fructífera y en la que vale la pena perseverar. Por cierto, la discusión respecto de la carga tributaria no se inhibe, especialmente porque una acumulación más rápida del capital humano siempre tendrá sus defensores.
Pero el énfasis en el crecimiento permite visualizar con claridad que no es tan fácil encontrar espacios para elevar con fuerza la carga tributaria en el país. Si se piensa que las personas y las empresas pagan casi dos puntos y tres puntos del PIB, respectivamente, en impuestos, es inevitable concluir que magnitudes que en el papel parecen pequeñas -uno o dos puntos del PIB-, significan aumentos nada despreciables para nuestros actores económicos y, por consiguiente, desincentivos insospechados. El debate sobre la desigualdad pierde, a menudo, de vista la complejidad del fenómeno e, inesperadamente, sin darnos cuenta nos puede llevar por el camino equivocado. El mundo político no puede perder de vista los avances logrados, la importancia que ha jugado en ello el progreso económico y que un crecimiento elevado no sólo es importante para elevar el bienestar de la población sino que para derrotar la pobreza y, con altas posibilidades, esa desigualdad que tanto preocupa.