Lo más raro de “Casi un gigoló” es que parece una cinta filmada hace muchos pero muchos años. La recién estrenada cinta dirigida por John Turturro cuenta las aventuras de un improvisado gigoló (el mismo John Turturro), que bajo la guía de Murray (Woody Allen), su ex jefe en una tienda de libros usados, comienza a atender a mujeres deseosas de cariño y sexo. Lo raro no es la historia, por supuesto —aunque quizás sí un poco—, sino el tono con que está contada: en una Nueva York otoñal, en colores rojo, café y ocre, el nuevo emprendimiento se desenvuelve con facilidad, ligereza y gracia, donde las atenciones fluyen sin pausas ni contratiempos; todos lo disfrutan y las livianas aventuras se complementan con sonrisas y toques de humor aquí y allá. En determinado momento, lo peor que sucede es que Fioravante, el gigoló, se enamora de una judía ortodoxa (Vanessa Paradis), en una relación paradójicamente muy casta. Ni las películas más ñoñas del Woody Allen tardío, quien claramente invade la cinta con su humor y presencia, tienen ese nivel de simplicidad, candor e ingenuidad para abordar las relaciones afectivas o el sexo. Fioravante no es sólo requerido por mujeres extremadamente guapas que en la vida real nunca tendrían la necesidad de recurrir a un gigoló, sino que él nunca parece perturbado por los rigores ni complejidades de su nuevo oficio y no hay en la práctica censura social para ninguno de los participantes. Con una película así, si los mismos personajes decidieran vender biblias en Utah hubieran tenido, posiblemente, más problemas. Pero no están en Utah y no venden biblias, sino sexo. La cinta, de una manera que resulta derechamente disociada, parece no hacerse cargo de este último detalle. Para ella, el sexo es una especie de lujo sutil, como la comida en un restaurante tres estrellas, algo no sólo por lo que hay que pagar sino que además requiere una iluminación determinada y un ambiente exquisito. Todo el intercambio de tensiones, energías, fluidos, poder y complicidades que involucra el sexo están omitido. Lo único medianamente real es el rostro de Sharon Stone, que interpreta a una de las clientas de Fioravante y que pese al maquillaje y la cuidada luz con que es filmada revela ya el paso de los años y, sin embargo, sigue mostrando una especie de hambre sexual, una insatisfacción permanente, como voraz dios hindú. Posiblemente no fue un efecto buscado, pero sus apariciones hacen imaginar una película muy distinta.
“Casi un gigoló” se siente especialmente envejecida cuando se compara con una película estrenada un par de meses atrás, “La vida de Adèle”. Es una cinta infinitamente más interesante por razones que este espacio nos impide detallar, pero entre ellas está el hecho de que se hace cargo de lo determinante, poderosa y compleja que es la atracción sexual. Esta cinta de Abdellatif Kechiche sigue el despertar sexual de una adolescente que a lo largo de unos pocos años se convierte en mujer. En su parte medular, la película relata cómo Adèle (Adèle Exarchopoulos) se enamora de Emma y entre ellas nace una relación de total complicidad y entrega, anudada por una pasión sexual irrefrenable. Con los años, comienzan a notarse las diferencias entre ambas, de orden social, de ambiciones, de expectativas, y la fiebre sexual es reemplazada entonces por el hondo y permanente dolor de una separación. Es tan corto el amor y tan largo el olvido. Viendo “La vida de Adèle” uno recuerda cómo el amor es tan difícil de separar del sexo y el sexo tan difícil de separar del amor, y pese a que creamos, ya sea como individuos, como sociedad o como el director de una película liviana y añeja, que podemos tratarlos como cuerdas separadas, ambas ramas de nuestra vida mantienen lazos invisibles que al romperse siempre provocan algún tipo de astilla o herida.