El Mercurio, 5 de octubre de 2014
Opinión

Sidney Lumet

Ernesto Ayala M..

Sidney Lumet (1924-2011) dirigió 44 largometrajes en 50 años de carrera cinematográfica. Si a eso sumamos las películas que hizo para televisión —y dejando fuera las innumerables series televisivas que dirigió, especialmente cuando era joven—, en la práctica filmó una cinta por año. Es difícil que un talento aguante tanta producción. Raúl Ruiz es quizás el único que ha dirigido tanto, y aún permanece en las nubes de la adoración crítica. Pero, digámoslo, sus cintas no se someten a los mismos rigores del cine narrativo: él filmaba otra cosa. Lumet, en cambio, era un tipo de la calle, un hijo de inmigrantes judíos en Nueva York, un hombre con formación en el teatro, sensible con el trabajo actoral y deudor, a mucho orgullo, del cine de género. Lumet respetaba los géneros en los que se involucraba y adecuaba su estilo al material escogido. Es por eso que quizás nunca ha entrado en el panteón de los grandes directores. Más que imponerse, se moldeaba. No importaba si se trataba de un thriller policial, un drama laboral, una cinta de juicio o una tragedia familiar, antes de lucirse en beneficio propio —como hizo Kubrick tantas veces, por ejemplo—, prefería hacerse invisible. Como muestra, un botón. “El príncipe de la ciudad” (1981) es una cinta que Lumet filmó explícitamente sin grandes estrellas, no sólo para darle una atmósfera más auténtica y cercana al libro en que estaba basada, sino porque —como confiesa en “Making movies”, una discusión sobre el oficio que Lumet publicó en 1995— necesitaba que el espectador pudiera sentirse ambivalente frente al protagonista. Con una gran estrella en el rol de Danny Ciello, como Al Pacino o De Niro, la identificación del espectador hubiera sido mucho más fácil e inmediata. Para crear la distancia que buscaba, Lumet reclutó como protagonista a Treat Williams, que no era una estrella y nunca lo llegaría a ser. La cinta es ambiciosa, extensa y dolorosa, donde asistimos al calvario sin retorno de Ciello, que por tratar de hacer lo correcto, comienza una caída sin fin. Vista hoy, la cinta no ha envejecido ni en un fotograma. En tono mucho más seco y sombrío, anticipa, de hecho, a “Los buenos muchachos” (1990), de Scorsese, que también es la historia de una caída. Tiene la misma Nueva York de clase trabajadora, una pandilla de tipos astutos y amorales y a un protagonista que cree controlarlo todo, y controla muy poco. La cinta incluso adelanta el famoso plano secuencia de “Los buenos muchachos”, en que Henry Hill entra con su pareja a un restaurante. Nueve años antes, Lumet lo filma con Ciello entrando al taller de vestuario. Es prácticamente igual de largo y complejo, pero menos espectacular, simplemente porque Lumet no está interesado en llamar la atención sobre el recurso. Muy Lumet. Él se adelanta en extremar una herramienta, pero Scorsese se lleva finalmente las flores.

Así no más. Al lado de Ruiz, Scorsese o Kubrick, Lumet era director quitado de bulla, que rara vez llamaba la atención sobre un encuadre, un movimiento, un montaje. Si a eso se suma que no todas sus películas pudieron estar al mismo nivel, es posible imaginar por qué aún no ha entrado a ese informe panteón de directores respetados, prestigiados o de culto. Nunca ganó un Oscar, sin ir más lejos, hasta que la academia no tuvo más salida que darle uno honorífico, en 2005. Pero si sólo pudiéramos hacer un destilado con su mejor obra, ella hace palidecer a Kubrick (lo que no es tan difícil, en rigor) y relativizar a Scorsese.

“Doce hombres en pugna” (1957), “Sérpico” (1973), “Tarde de perros” (1975), “Network” (1976), “El veredicto final” (1982), “El príncipe de la ciudad” (1981), “Running on empty” (1988) y “Antes de que el diablo sepa que estás muerto” (2007) son parte de una lista que deja mucho fuera, pero bastaría para configurar a un gran director, con preocupaciones morales permanentes, donde sus protagonistas deben elegir entre su propia satisfacción y las necesidades de la comunidad, donde la verdad sea aparente porque esconde una verdad menos nítida, donde controlar la propia vida pasa por reconocer la ilusión que hemos (o nos han) construido. Dicho de otra forma, hoy nos deshacemos en alabanzas por la atmósfera y el desencanto de “El hombre más buscado”, cinta actualmente en cartelera. En el mundo de Lumet, ésta hubiera sido nada más (y nada menos) que otra de sus películas anuales.