El Mercurio, 21 de agosto de 2014
Opinión
Salud

Sobre cotizaciones, planes de salud e igualdad

Carolina Velasco O..

Para una persona que no es especialista es difícil dilucidar si las cotizaciones de salud deben ser consideradas como un impuesto y, por lo tanto, su destino decidido por el Estado, o si corresponde que sean tratadas como propiedad de la persona a la que se le obliga a cotizar. Con todo, en la Constitución hay dos preceptos que debilitan la primera tesis. En primer lugar, en su artículo 19 N° 20 se señala que «los tributos que se recauden, cualquiera que sea su naturaleza, ingresarán al patrimonio de la nación y no podrán estar afectos a un destino determinado». Y si bien existen dos grandes excepciones, ninguna es aplicable a salud. En segundo lugar, el mismo precepto de la Carta Fundamental que permite imponer cotizaciones obligatorias para salud (Art. 19 N° 9) establece que «cada persona tendrá el derecho a elegir el sistema de salud al que desee acogerse, sea este estatal o privado».

Este debate jurídico, aunque valioso en sí mismo, «esconde» otro tanto o más interesante y que se extiende también a otras áreas de la política pública: el grado en que influyen los ingresos personales o familiares en el acceso y en la calidad del servicio que se obtiene al hacer efectivo un derecho. Para garantizar el acceso a la salud, nuestra legislación establece la obligación de enterar una cotización equivalente a un porcentaje del ingreso (siete por ciento) ya sea en la aseguradora estatal o en alguna privada. Esta obligación implica que cada persona (familia) dispone de montos diferentes para contratar un seguro de salud.

Los aseguradores privados responden a ello mediante la oferta de una multiplicidad de planes de salud que difieren en acceso, cobertura y calidad. En el subsistema estatal -Fonasa-, el efecto del ingreso es menor, pero no está ausente, debido a la existencia de dos modalidades de atención con todo su complejo engranaje de copagos y aranceles (que varían según el ingreso de la persona y el nivel de la atención). Las implicancias de este diseño institucional -atención en salud asociada a la capacidad de pago de cada persona- provocan desconcierto en los sectores que desearían que el mandato definido por el Estado se tradujese en un plan igualitario de salud. Es importante notar que este resultado no ocurre porque existan proveedores privados en salud o que exista un «mercado de la salud», sino que es consecuencia del mandato legalmente establecido.

Supongamos, en cambio, que la obligación impuesta por el Estado fuese, en lugar de un porcentaje del ingreso destinado a salud, la contratación de un plan cuyas características son definidas por las autoridades de salud. Sin entrar en detalles y complejidades, asumamos que este plan es financiado por las familias, y en los casos en que los recursos son insuficientes, complementado por subsidios estatales, utilizando el sistema general de impuestos y transferencias que es más eficiente y solidario (progresivo) que los subsidios cruzados. Esta última opción es la que, en estricto rigor, se está promoviendo al sugerir que la cotización de salud hay que tratarla como un impuesto. La alternativa presentada podría satisfacer, en principio, una mirada «igualitarista» en salud.

Ahora compliquemos el ejercicio. Supongamos, como ha sido tradicional en Chile y en otros países, que se puede elegir el oferente de este plan. Es bastante plausible suponer que estos ofrecerán servicios complementarios que indudablemente harían resurgir el peso del ingreso familiar en el nivel de atención de salud. Alguien podría pensar que la solución es entonces prohibir los planes complementarios o definitivamente que exista un único asegurador regulado/controlado por el Estado. Sin embargo, ello puede apenas atenuar o postergar este problema. Después de todo, siempre podrán contratarse servicios adicionales de salud al margen del marco definido por el Estado pagando directamente a quien otorga el servicio de salud. El paso siguiente sería la prohibición de determinadas prestaciones de salud; sin embargo, aquello -así como las restricciones que le seguirían- solo podría darse en una sociedad que limita severamente las libertades individuales.

Es evidente que el actual mandato establecido en la legislación se puede rediseñar para conciliar mejor los valores de libertad e igualdad. Pero los espacios para ese equilibrio no son ilimitados en una sociedad democrática que abraza una economía de mercado. Así, una vez diseñando el marco institucional, es inevitable que las diferencias de ingreso generen niveles distintos de atención de salud. Por eso, el desafío principal de la política pública en salud es asegurar un nivel de atención satisfactorio para todos, que inevitablemente estará determinado por la disponibilidad de recursos. En el logro de este propósito hay políticas que son más efectivas que otras y el debate respecto de cuáles son ellas debe tener preeminencia.