EL Mercurio, lunes 4 de junio de 2007.
Opinión

Susurros

Lucas Sierra I..

Confesiones inconfesables sobre la forma de gobierno.

El discurso del 21 de mayo ha alimentado esperanzas en el sentido de que el Gobierno y su coalición se reordenan, de que la trilogía Presidencia-partidos-Congreso se reconfigure en la coordinación de un triángulo equilátero. La cuestión del orden de la mayoría gobernante está en la médula de la política, pues remite a la forma del gobierno. Nosotros tenemos una forma presidencialista. «Fuerte», suele agregarse. La forma alternativa es la parlamentaria. Ésta precave y remedia institucionalmente el desorden mediante dos válvulas de escape: la caída del Ejecutivo o la disolución de la Cámara.

En Chile no se ha ensayado nunca. Algunos dicen que algo hubo después de la Guerra del 91, hasta la Constitución de 1925. Pero eso fue un híbrido que careció de elementos básicos del parlamentarismo, como, por ejemplo, la facultad de disolver la Cámara. En términos político-institucionales, fue un «jurel tipo salmón».

¿Qué tan fuerte es el presidencialismo chileno? En un sentido lo es. La Presidencia controla la agenda legislativa por medio de una amplia iniciativa exclusiva y del mecanismo de urgencias. En los hechos, no se legisla si la Presidencia no quiere. Pero desde el punto de vista de la práctica política, la Presidencia es débil, ya que carece de mecanismos institucionales para disciplinar a sus parlamentarios. Esto facilita el surgimiento de «díscolos» y «zorros», impidiendo al Gobierno llevar adelante su programa, aunque tenga una mayoría nominal en ambas cámaras.

Hay algunas fórmulas para alinear a los parlamentarios con las iniciativas presidenciales. Una es confiar en la magia de las palabras, como con el discurso del 21 de mayo. Otra es la amenaza de no respaldar a los parlamentarios en su reelección. U ofrecerles, a cambio de apoyo, parcelas al interior de la administración para que las cosechen a través de sus operadores y máquinas partidarias.

Como no son institucionales, sin embargo, la eficacia de estas fórmulas es muy relativa. Algunas, además, son simplemente indeseables, pues incentivan intervención electoral y corrupción. ¿Qué pasa, entonces, si el Gobierno no logra disciplinar a sus parlamentarios? Puede recurrir a la oposición, pero suele haber pocos incentivos a ambos lados para hacerlo. Lo más probable, entonces, es que todo quede en punto muerto, sin válvula de escape. Esto conlleva un costo para el país que ni la posibilidad de alternancia compensa. Parece ser hora, una vez más, de discutir abiertamente la pregunta que algunos susurramos por ahí: ¿evolucionar hacia el parlamentarismo?