El Mercurio, 29/08/2010
Opinión

Telefonazo presidencial

Harald Beyer.

Muchos nos alegramos al conocer la noticia de que la central Barrancones no se construirá en el lugar originalmente elegido. Es muy posible que haya lugares más apropiados sin que ello modifique de forma importante los costos del proyecto. En otros países son habituales los cambios en la ubicación de plantas como ésta. Sin embargo, la experiencia vivida deja un sabor muy amargo. El cambio va a ocurrir como consecuencia de una intervención presidencial directa que se salta la institucionalidad vigente. ¡Mala cosa! Siempre se puede argumentar que los países no pueden renunciar en última instancia al juicio presidencial, más todavía en un país como el nuestro, donde quien ocupa La Moneda es elegido con la mayoría absoluta de los ciudadanos y, por lo tanto, goza de una elevada legitimidad para representarlos.

Pero los países construyen instituciones y reglas para resolver estos asuntos. Ellas son el resultado de procesos de deliberación que involucran no sólo a los presidentes y a sus equipos sino que también al Congreso. Nuestra institucionalidad ambiental tiene esas características. Ello obviamente no lo hace perfecta, aunque en evaluaciones internacionales ha salido bien parada. La necesidad de apegarse a ella es indispensable. Es, además, la forma más apropiada de resolver entre distintos intereses que son especialmente evidentes en los proyectos ambientales. Todos ellos muy legítimos, pero no por eso deben primar en situaciones específicas. Esto es importante de comprender.

En las sociedades democráticas más desarrolladas, la sociedad civil adquiere más fuerza y, aunque es muy bueno que ello ocurra, no se pueda olvidar que esas organizaciones suelen promover intereses particulares. También, es obvio, lo son los de las empresas. En algún punto ambos se cruzan con los del país. Dilucidar esto es el papel de la institucionalidad ambiental. Ahora bien, los intereses de la sociedad civil son, habitualmente, muy específicos y suelen revestirse de una carga moral elevada. Son, además, siempre presentados como superiores a los demás y, por tanto, se pretende que ellos primen sobre otros. Más aún como estas organizaciones -formales o informales, conducidas o espontáneas- suelen articularse sólo para los fines de promover estos intereses, ellos tienen, para sus miembros, un valor inconmensurable y, por tanto, no son comparables con otros. Todo ello está muy bien y es esperable que ocurra, pero esa realidad no libera a la comunidad toda de sopesar todos los intereses e intentar resolver las tensiones que pueden existir entre ellos de un modo razonable.

Además, no se puede olvidar que no todos los intereses tienen la misma capacidad de expresión. Incluso en las sociedades con fuertes espacios de participación ciudadana en las decisiones públicas hay conciencia de que ella es asimétrica y, por tanto, existe una institucionalidad que intenta resolver a través de procedimientos formales aquellos proyectos donde hay que equilibrar razonablemente desarrollo económico con cuidado del medio ambiente. Pero si el país empieza a resolver sus asuntos fuera de ese ámbito, la toma de decisiones públicas se vuelve enteramente discrecional y particular, práctica muy alejada del ideal republicano. Al proceder así existe el riesgo de cruzar al campo del populismo. Esa es una tentación que se puede evitar cuando las autoridades de gobierno se someten a las reglas e instituciones definidas por el proceso democrático. Hay algo en este telefonazo que recuerda las actuaciones de Álvaro Uribe, el ex Presidente colombiano, un modelo inconveniente de imitar.