El Líbero, 10 de mayo de 2017
Opinión

Temporada electoral 2017

José Joaquín Brunner.

Es la temporada electoral 2017, que todavía hace algunas semanas parecía distante, pero que ahora ya está entre nosotros.

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Los partidos y movimientos electorales insisten en hacer aparecer a sus propuestas y programas como conducidos por la demanda. Responden, nos dicen, a los problemas e inquietudes de la gente, a sus preocupaciones manifestadas en la plaza pública. De hecho, sin embargo, nacen y se fraguan en las organizaciones, entre dirigentes y técnicos, desde el lado de la oferta.

O sea, allí donde los actores políticos reclaman para sí una función receptora y de correa de transmisión desde abajo hacia arriba, en realidad operan crecientemente como una empresa burocrática generadora de propuestas desde arriba hacia abajo.

Esta extraña inversión de conductas, donde lo que es real aparece como su contrario y la apariencia manda, tiene mucho que ver con la mediatización de la política; es decir, su plena incorporación al mundo de las imágenes y las redes sociales. La polis es una vitrina. Y la oferta y demanda de «soluciones» crea un mercado de programas, medidas y consignas.

Lo estamos viendo ocurrir frente a nuestros ojos.

Es la temporada electoral 2017, que todavía hace algunas semanas parecía distante, pero que ahora ya está entre nosotros. Se toma las portadas de los diarios, las pantallas de la TV, la conversación cotidiana, los hashtags de cada día, las discusiones radiales y los rumores que circulan sin parar. Trafica por las calles y —como un eco— se expande por la ciudad. Crea ondas y climas. También dramas y comedias. Y se expresa, soberana, como opinión pública encuestada.

Es un escenario que comienza a armarse. Candidatos, partidos y coaliciones; léase, los actores. En su entorno, los públicos que aprueban y desaprueban: «me gusta», «no me gusta». Literalmente una multitud de pulgares y emoticones. Más poderosos que el voto, ellos son la verdadera expresión de la soberanía popular.

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En este mercado de imágenes, ratings y circulación de signos, ¿qué espacio resta para la deliberación pública? La polis, solía decirse, es ante todo ágora; plaza del discurso y la argumentación; el espacio de la ética comunicativa de Habermas; el lugar donde nace el bien común sobre la base de un diálogo no distorsionado por el poder y los intereses fácticos. Una democracia deliberativa, se esperaba, resultaría de una ciudadanía razonante.

¿Qué tiene que ver esta imagen de una colectividad pensante, crítico-reflexiva y democrático-participativa, con la de una muchedumbre que intercambia demandas y ofertas de «soluciones» en un mercado donde los valores de cambio son problemas y medidas, estímulos y respuestas?

Prácticamente nada, como nada tiene que ver tampoco la democracia deliberativa con la democracia medial, o el voto con los emoticones.

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A nuestro alrededor podemos ver en estos días, precisamente, cómo están definiéndose «soluciones», incluso para problemas que no existen. Y podemos conocer cuáles son las incipientes propuestas programáticas de los candidatos, partidos y coaliciones que aparecen en la vitrina de la polis.

Pronto iremos llenándonos de respuestas, aún mucho antes de saber cuáles son las preguntas que interesaría responder. Desde ya están en oferta: trenes e infraestructuras de todo tipo, descentralización del poder, educación de calidad (¡cómo no!), salud por fin, hospitales concesionados y no concesionados, variadas empresas estatales (litio, AFP estatal, ferrocarriles, etc.), un número significativo de antiguos y nuevos derechos sociales, seguridad social, reformas (adicionales, actuales profundizadas, actuales revisadas, reforma de las reformas, etc.), leyes por decenas. Y así por delante.

Coronando cada diseño programático en curso de cada actor político se instalan uno o más ejes valóricos, o ideas fuerza, o conceptos movilizadores, tales como igualdad, libertad, fraternidad, justicia, solidaridad, inclusión, cohesión, seguridad, orden y crecimiento.

Cada candidato-actor comienza a aprender un guión, ensaya cómo modularlo y se rodea de estrategas comunicacionales. Necesita «empaquetar» convenientemente su oferta, volverla atractiva, reducir su potencial negativo, dirigirla a públicos-objetivos y hacerla resonar con la ideología que se supone cada actor encarna y expresa.

Al momento, las mayores dificultades las enfrenta el candidato Alejandro Guillier.

¿Debe declararse portador de un proyecto de continuidad a secas, de continuidad con revisión, de profundización de las reformas, de punto aparte y un nuevo estilo o talante? ¿Ha de reconocerse heredero de la administración Bachelet? ¿Nueva Mayoría 2.0 o más bien una nueva coalición para un nuevo comienzo? ¿Su programa ha de situarse más a la izquierda o más al centro, ser más ciudadano o más político, más mediático o con más calle? ¿Debe hacer una oferta «amigable» con la DC o de mera izquierda, a la cual el partido tendría que adherir posteriormente sin chistar, pagando el precio de haber elegido un camino propio de aquí a la primera vuelta? ¿Debe ser una oferta de «avanzada» como propone el PC, o de contenido reformista como propuso el jefe de programa designado por Guillier?

Los demás candidatos y sus coaliciones poseen por el momento mayor espacio de maniobra para manejar la sustancia y forma de su oferta. Pueden, por tanto, moverse más libremente sobre el escenario, inventarse guiones y probarlos, ensayar más veces, y cometer errores sin que los críticos y el público los enjuicien con exagerado rigor y falta de misericordia.

En efecto, la NM, en su versión actual disminuida, literalmente reducida a un solo polo, tiene un difícil rol en el «mercado de las soluciones». Lleva allí demasiado tiempo ofreciendo servicios y productos que no gozan del favor de los ciudadanos-usuarios. Representa una marca que hace rato viene perdiendo credibilidad. Y que carga sobre sus hombros con el peso de una administración gastada, enflaquecida, sin vigor, carente de dirección y que muestra escasa capacidad de renovarse y ofrecer algo nuevo.