El Mercurio, 2 de noviembre de 2014
Opinión

Tierra de condenados

Ernesto Ayala M..

El crítico cinematográfico y literario argentino Quintín, alias de Eduardo Antin (1951), visitó Santiago y dio una entrevista a La Tercera que hizo bastante ruido, ya que criticó abiertamente el cine chileno contemporáneo. El hombre reconoce no haber visto, ni cerca, todo lo que se ha producido últimamente en Chile, pero, como bien sabe cualquiera que siga su blog (lalectoraprovisoria.wordpress.com), Quintín es un tipo sensible, culto, que escribe cuidadosamente. También fue fundador de la revista El Amante y posee una larga experiencia asistiendo a festivales y como director, él mismo, del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, el bien conocido Bafici. En otras palabras, se podrá estar de acuerdo o no con Quintín, pero no se puede negar que ha visto películas, que está informado y que no es un aparecido que se sube a la primera ola que esté de moda con el fin de recibir palmadas en la espalda. Bueno, en la parte medular de la entrevista dijo: “Me parece que el cine chileno no arranca. Es un cine donde no hay nobleza, esa nobleza que tenía el cine de Ruiz y que nadie ha retomado. Hay todo un cine sórdido, que festeja el cinismo y, a su vez, es sentimental. La de Che Sandoval (“Soy mucho mejor que voh”) es lo mismo: está bien, es buena película, es graciosa, pero siempre está la cosa humillante, autohumillante. “Tony Manero” es lo mismo: ese mundo de gente que merece ser castigada, merecemos ser castigados y al mismo tiempo nos celebramos. Creo que el cine chileno tiene esa impronta, sórdida y cruel, sobre sí mismo, sobre la sociedad y sobre todo (…) Me hace recordar el cine argentino de los años 50”. Francamente, tiendo a estar de acuerdo. Ése es el cine que ha prevalecido en Chile. Hay excepciones —Matías Bize, Fernando Lavanderos, Alberto Fuguet, Cristian Leighton, Maite Alberdi e Ignacio Agüero se vienen a mi cabeza—, pero a gran escala no logramos salir de un cine que tiende a menospreciar a sus personajes, a tratarlos como inferiores y a humillarlos, a la vez que describe a la sociedad chilena como miserable, avara, ratonil. Me niego a creer que los hombres y mujeres en Chile son despreciables ni que vivimos en una sociedad de ratas. La razón es simple: no coincide con mi experiencia diaria. ¿Por qué esa mirada? Intento una causa posible, estructural. El cine chileno hoy parece dividido, de manera incluso más radical que en el resto del mundo, entre el cine de festival y el cine para la galería. El primero se desarrolla gracias a fondos concursales, se exhibe en festivales a lo ancho del mundo y, finalmente, se muestra en Chile con el objetivo de obtener prensa y reconocimiento crítico, ya que se da por descontado que casi no tendrá público. El segundo se hace mayormente con fondos privados, busca recuperar la inversión con la mayor masividad posible, y para eso recurre al humor, a la picardía o a una popularidad extracinematográfica que suele venir de la farándula o la televisión. Entre ambos territorios queda una tierra casi baldía, que solo unos pocos valientes se atreven a explorar. Hoy se podrán estrenar 40 películas chilenas al año, pero las que buscan calidad y público al mismo tiempo, difícilmente pasan de un puñado. Ahí existe un problema. No debiéramos tener un cine con el alma tan escindida, tan esquizofrénico. El cine norteamericano que amamos del pasado, pero también del presente, proviene de ese territorio intermedio. El cine francés, lo mismo. Para no ir tan lejos, el cine argentino, como nos lo ha hecho recordar “Relatos salvajes”, pero también las películas de Campanella (“El secreto de sus ojos”), de Daniel Burman (“El misterio de las cosas”) o de Pablo Trapero (“Elefante blanco”), también navega en esas aguas. Sí, son películas con mucho trabajo de guión, tradicionales en su factura, con algo de fórmula, muchas veces. No es cine avant garde que triunfa en festivales, pero qué va: encanta, seduce y muestra personajes con matices, complejos; fallados, pero también heroicos, que luchan por causas que podemos sentir como propias, que sufren caídas que podemos sentir análogas a las nuestras. Por básico que esto parezca, ello rara vez sucede en el cine chileno. Aquí la norma es que todos —personajes y sociedad— estén condenados de antemano.