Tal vez sea buena idea amarrarlos anticipadamente a un mástil que los obligue a continuar el proceso constituyente en un escenario del Rechazo, cualquiera sea la tentación que los aseche.
Hace ya varias semanas todas las encuestas sugieren que la ciudadanía ha ido inclinándose hacia el Rechazo con miras al plebiscito de septiembre. Pero no nos engañemos: esas mismas encuestas también sugieren que, en su mayoría, quienes se manifiestan por tal opción lo hacen en el entendido que rechazan la propuesta de la Convención Constitucional, pero aun así quieren una nueva Constitución. Este anhelo coincide también con las promesas de casi todos quienes desde la política abogan por esta alternativa, al reconocer la necesidad de continuar la discusión constituyente hasta lograr una solución definitiva a nuestro problema constitucional.
Sin embargo, esos anhelos y promesas se tropezarán el 5 de septiembre con las reglas que rigen el proceso constituyente todavía en curso. Ellas establecen con toda claridad que, en caso de ganar el Rechazo en septiembre, se mantendrá vigente la Constitución que actualmente nos rige. De esta manera, tomarse en serio la posibilidad del Rechazo supone ir mucho más allá de promesas y declaraciones de buenas intenciones. Supone en realidad anticiparse en responder a lo menos tres interrogantes fundamentales.
Primero, ¿cuál será el mecanismo utilizado para redactar la nueva Constitución?
Segundo, ¿cuáles serán las reglas constitucionales que nos regirán transitoriamente mientras se prepara el nuevo texto constitucional?
Tercero, ¿cómo disminuir el poder de veto que podrían tener ciertos sectores políticos para impedir u oponerse a que avance la discusión constituyente?
Las alternativas disponibles para responder a la primera interrogante son muchas: podría entregarse tal tarea al Congreso Nacional (como con la constitución española de 1978) o a una comisión bicameral de éste, a una segunda Convención Constitucional (como con la constitución francesa de 1946), a una comisión de expertos (como con la constitución chilena de 1980), a una mesa redonda (como las constituciones de la transición democrática e Europa del este) o al mismo gobierno (como con la constitución francesa de 1958 o el fallido proceso constituyente de la Presidenta Bachelet). Las alternativas son muchas, cada una con sus ventanas e inconvenientes.
Cualquiera sea la alternativa que se elija, ésta debería estar sujeta al menos a tres limitaciones. Primero, el problema constitucional al que nos enfrentamos es de naturaleza política, no técnica. Ciertamente es imprescindible que la discusión constituyente cuente con la participación incidente de expertos, pero es ingenuo creer que ellos por sí solos podrán ofrecernos una salida a este problema. Segundo, cualquiera sea el mecanismo elegido para redactar la nueva Constitución, éste necesariamente debe involucrar a los partidos políticos. Uno de principales errores que explican el fracaso del proceso constituyente de la Presidenta Bachelet fue haber prescindido de los partidos durante las instancias de participación ciudadana y en la redacción del texto.
De igual manera, el escaso apoyo que ha suscitado la propuesta de la Convención Constitucional entre parlamentarios y alcaldes se explica en parte por la injustificada hostilidad de ésta hacia el rol que juegan los partidos políticos en nuestra democracia. La justificación de esta segunda limitación es bastante obvia: cualquiera sea la fórmula utilizada, en última instancia serán siempre los partidos políticos quienes tendrán la tarea de hacer cumplir la Constitución y avanzar en su implementación. Tercero, la desconfianza y deslegitimación que afecta a nuestra institucionalidad política es de tal profundidad que, cualquiera sea el mecanismo al que se recurra, sería conveniente que éste contenga a lo menos instancias de participación ciudadana y un plebiscito o referéndum ratificatorio.
La segunda y tercera interrogante no pueden ser respondidas separadamente, ya que no parece realista esperar que en nuestro próximo intento constituyente podremos aspirar a tener reglas constitucionales provisionales especialmente diseñadas para un periodo de transición hasta que se llegue a una solución constitucional definitiva, como ocurrió con la constitución interina de 1993 en Sudáfrica o la ley para la reforma política de 1977 en España. Por ello, deberíamos conformarnos con adaptar la Constitución vigente en un doble sentido: que sirva como un régimen transitorio ecuánime mientras se arriba a una solución constitucional definitiva y, simultáneamente, que no entregue poderes de veto desmedidos a ciertos sectores que podrían querer oponerse o impedir avanzar la discusión constitucional.
La importancia de un régimen transicional ecuánime no debe minimizarse. Si algo nos enseñó la irrupción de la pandemia es que existen una infinidad de eventos que pueden retrasar indefinidamente la búsqueda de una solución constitucional. En un escenario de profunda anomia constitucional, no resulta entonces conveniente mantener unas reglas del juego tan cuestionadas por amplios sectores de la izquierda. De ahí la conveniencia de procurar introducir reformas a la Constitución vigente mientras ella sirva de regla transitoria a un nuevo proceso constituyente.
Con toda razón la senadora Rincón ha dicho que algunas de las respuestas que se han esbozado a estas tres interrogantes deben materializarse en proyectos de ley antes del plebiscito constitucional. Nadie debería dudar de la buena fe de quienes se han manifestado a favor de seguir la discusión constituyente luego de un eventual rechazo. Pero sabemos que la política funciona en base a incentivos y tampoco nadie duda que esos incentivos cambiarán luego del 4 de septiembre. La tentación sin duda existirá en algunos, razón suficiente para comenzar a formalizar lo que en derecho constitucional se llama un ‘precompromiso’ (precommitment). No en vano la imagen más frecuentemente utilizada para ilustrar precompromisos constitucionales sea la de Ulises atado al mástil para evitar dejarse llevar por el canto de las sirenas.
Para evitar arriesgarnos a que nuestros líderes caigan en la tentación de dejarse llevar por la música que comenzaran a cantar diversas sirenas luego del plebiscito, tal vez sea buena idea amarrarlos anticipadamente a un mástil que los obligue a continuar el proceso constituyente en un escenario del Rechazo, cualquiera sea la tentación que los aseche.