El Mercurio, domingo 14 de noviembre de 2004.
Opinión

Torturar

Arturo Fontaine T..

Mucho ya se sabía, pero el informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura -cuyo contenido esencial ya ha trascendido- expone el horror con una intensidad que conmueve y estremece. Las torturas más mortificantes de que se tenga memoria fueron utilizadas por uniformados y organismos de seguridad de manera sistemática, metódica y por largo tiempo. Son hechos que nos queman y avergüenzan. El informe de la Comisión, que presidió el obispo Valech e integraron personalidades respetadas, confiables y provenientes de un amplio espectro, contribuye al esclarecimiento y difusión de la dura verdad.

El régimen militar instaurado con el ánimo de evitar el advenimiento de un gobierno que violara los derechos humanos, como ocurría en Cuba, empleó, sin embargo, desde su origen, procedimientos reñidos con los derechos más elementales de la persona.

El comandante en Jefe del Ejército ha reconocido con valor y honestidad que durante la Guerra Fría primó «una visión… que llegó a aceptar como legítimos todos los procedimientos y medios de lucha como métodos para obtener o mantener el poder», lo que lesionó «el respeto a las personas, su dignidad y sus derechos». El texto se llama significativamente «El fin de una visión». Este enfoque de la contrainsurgencia fue puesto en práctica por diversos ejércitos en Latinoamérica y antes, por los norteamericanos en Vietnam. No excusa crímenes, pero ayuda a clarificarlos.

¿De dónde arrancó esta «visión» en la que se formaron los soldados? El coronel Roger Trinquier en su libro «La Guerre Moderne» (1961) sostuvo que el terrorista detenido «no puede ser tratado como un prisionero capturado en una batalla» (convencional). Debe revelar rápidamente los nombres de los integrantes de su célula y las casas de seguridad. La velocidad es importante: hay que evitar que la célula se disperse y sumerja. Los «especialistas deben extraer por la fuerza su secreto». Recomienda no herir al detenido. «La ciencia» permite lograr el cometido.

Trinquier luchó en Indochina creando grupos de comandos que combatieron detrás de las líneas enemigas y después fue el brazo derecho del general Massu, en la guerra contra la guerrilla argelina de los cincuenta. El propio Massu admitió la tortura y se sometió a golpes eléctricos ante la tropa para demostrar su uso. Sus «torturadores» no se esmeraron, claro, en el tormento.

El más desembozado ha sido el General Paul Aussaresses -que entonces trabajaba a las órdenes de Trinquier- en «Services Spéciaux» (2001): «La utilización de la tortura era tolerada, si no recomendada», afirma. Lo reconoce: la usó él mismo. Prefiere la electricidad. «Yo no creo haber torturado o ejecutado inocentes», dice. El «contraterror» incluía «las ejecuciones sumarias», clandestinas, en las que participó. Aussaresses fue instructor en Fort Bragg, donde se entrenan las Fuerzas Especiales y antiterroristas de Estados Unidos.

Apenas se supo la repugnante verdad, las denuncias, procesos y un movimiento militar golpista precipitaron el fin de la IV República (1958). Pero De Gaulle, en la Quinta República, apartándose de sus antiguos camaradas, le abrió la puerta a la independencia de Argelia. Los paracaidistas de Massu derrotaron a la guerrilla argelina, pero su triunfo militar se transformó en una completa derrota moral y política.

En Chile, este doloroso informe será un poderoso disuasivo, y robustecerá la convicción en el valor humanizante del derecho y de la democracia como vías para canalizar los conflictos políticos.