Según estadísticas internacionales se estima que cerca del 10% de la población sufre de algún trastorno de la personalidad.
No soy psiquiatra ni psicóloga, ni tengo estudios formales en la materia, pero por azares de la vida me ha tocado estar muy cerca de personas que padecen fuertes trastornos de personalidad. Esta columna la escribo desde mi experiencia personal, subjetiva, a riesgo de equivocarme en el uso correcto de los conceptos o de generalizar situaciones que son particulares.
Existen distintos tipos de trastornos de la personalidad. Personalmente me ha tocado estar cerca de personas con trastornos paranoide, esquizotípico, límite y narcisista de la personalidad. En mi experiencia, las personas que sufren de estos trastornos son personas que pueden ser extremadamente funcionales, al punto que ni siquiera el círculo más íntimo es capaz de percatarse de la presencia de este trastorno. De hecho, incluso en fases agudas de la enfermedad, estas personas son capaces de mostrarse como absolutamente normales e incluso convencer al resto de la veracidad de sus delirios. La primera dificultad, al menos para mí, fue darme cuenta del trastorno, pues los estereotipos de la “locura” son por lo general muy burdos. Cuesta mucho entender que una persona inteligente, ponderada, correcta, responsable, que se comporta en el 99% de los ámbitos de la vida según los parámetros socialmente aceptados e incluso superándolos largamente, tenga un 1% de desvarío absoluto. La segunda dificultad es lograr que el entorno cercano se dé cuenta. Es común que el círculo cercano al comienzo crea completamente los delirios que padecen estas personas, sobre todo porque muchas veces son delirios plausibles. En la medida en que deja de ser plausible se vuelve algo más evidente el trastorno, pero aun así es difícil para quienes están cerca reconocer la enfermedad, por lo general uno busca explicaciones dentro del rango de la normalidad: “Está exagerando”, “es demasiado sensible”, “ve bajo el agua”, “se confundió”. El trastorno suele afectar las relaciones sociales. Estas personas se van alejando de sus círculos y no es extraño que al final queden absolutamente solas.
Otro rasgo común es que ninguna de estas personas reconoce sufrir un trastorno. Ellos son siempre víctimas y tienen certeza absoluta de la realidad que los afecta. Las cosas malas que les suceden son siempre culpa de algo externo, jamás de ellos mismos. Quien ose desafiar su verdad se vuelve inmediatamente en enemigo y es otra evidencia más que reafirma la sospecha. Ello hace que, en general, no se dejan tratar, pues están convencidos de que ellos no tienen ningún problema. Los mismos psiquiatras nos advierten que estos casos son difíciles, que no hay fármacos para tratar propiamente el trastorno, sino más bien para paliar los síntomas. Al ser funcionales en algunas o incluso muchas dimensiones de la vida no se los puede declarar interdictos, tampoco forzarlos a realizar un tratamiento. Es una enfermedad miserable, porque a pesar de uno saber que están enfermos, no puede hacer nada; solo ser testigo del deterioro continuo de la persona y de su sufrimiento. Porque ellas suelen sufrir muchísimo y también generan mucho daño y sufrimiento en su entorno.
Y esta realidad tan triste es mucho más común de lo que uno se imagina. Según estadísticas internacionales se estima que cerca del 10% de la población sufre de algún trastorno de la personalidad. Si una de cada 10 personas sufre de un trastorno de este tipo, ¿por qué no hablamos de esto? ¿Por qué no nos enseñan en el colegio a identificar síntomas que permitan darnos cuenta de que tenemos un problema o que estamos frente a alguien que lo tiene y pedir ayuda? ¿Por qué tenemos que vivir esto en tanta soledad, con tan poca información, con tan poca educación? Según el Banco Mundial, Chile es el sexto país de América Latina y el Caribe con la tasa de suicidio más alta. ¿Qué estamos esperando? Necesitamos una educación escolar que entregue no solo herramientas cognitivas, sino también, y principalmente, herramientas de salud emocional que permitan a los jóvenes identificar cuándo pedir ayuda o identificar a quienes la necesitan. Y si no podemos todavía hacer esto, al menos debemos visibilizar el problema.