La inminencia del cambio de mando en Washington tiene al mundo en vilo, a la expectativa de un reality que repele y atrae
La inminencia del cambio de mando en Washington tiene al mundo en vilo, a la expectativa de un reality que repele y atrae; unos pocos se ilusionan, ya sea porque les gusta Trump desde las entrañas o porque comparten la fobia antinorteamericana y acarician la idea de que EE.UU. dará tumbos y por lo tanto habría que frotarse las manos, como si China (y quizás el neozarismo de Rusia) prometiera un mundo angelical. En fin, es común creer que con una elección las cosas van a cambiar de manera radical; recordemos que la elección de Obama prometía algo completamente nuevo; los beneficios que trajo su administración -no son pocos- los percibimos en que EE.UU. ha continuado con su dinamismo, y no en un proyecto espectacular (nos apetecen los espectáculos). O cuando se dice que Europa giró a la derecha o a la izquierda por un par de elecciones, que ya no hay vuelta atrás, etc. Y al siguiente recodo del tiempo la afirmación es desmentida.
Ello no quiere decir que a veces los demagogos cumplen con su palabra y abren las compuertas del aventurerismo, o algo más, como Hitler en 1933; quienes lo apoyaron en el decisivo salto final se jactaban de que lo tenían atado y bien atado. Las cosas siguieron su curso.
Decididamente Trump no es Hitler y EE.UU. no es Weimar, sino que una tradición política de 240 años, uno de los paradigmas de la modernidad con reciedumbre institucional; ministerios y servicios (hablo en chileno) poseen una autonomía inimaginable para nuestras categorías. Los senadores tienen un peso enorme, aunque se habla mucho de que ya no es el de antes, de la época de Lyndon Johnson y Barry Goldwater. Las elecciones cada dos años debilitan casi siempre al Presidente de turno, en especial las que caen dentro de un período presidencial ( midterm ). Y el cuadro maravilloso de promesas se estrellará contra la realidad; si se pone a emitir, la Reserva Federal le va a acotar su margen. Este es el panorama mirado desde el optimismo.
Cabe también la otra posibilidad. Con los aprestos de un caudillo latinoamericano que tiene, bien podría tentarse por el autoritarismo, sobre todo cuando vea que sus medidas populistas, si es que las toma, son contraproducentes en el mediano y largo plazo. Se deslizaría por la pendiente del aventurerismo con las normas. Ya en la campaña demostró tres rasgos que son propios de la degradación constitucional: no condenar de manera unívoca el uso de la violencia; menosprecio por algunas libertades públicas, y la negación de la legitimidad del proceso (salvo que gane). Ya como Presidente electo ha reforzado algunas características suyas, como desprestigiar las instituciones más allá de la deliberación. Estos puntos los han expuesto recientemente los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en el New York Times. Las democracias viven de reglas no escritas pero acatadas conscientemente por todos. El desdén por la tradición y por las formas, si se convierte en actitud sistemática, al final erosiona la base intangible de la democracia.
Hay más. Obama y antes sobre todo Bush acumularon poderes en la presidencia en torno a la seguridad y al derecho de intervención militar, de manera que la Ley de Poderes de Guerra de 1973 -que limitaba la capacidad legal del Ejecutivo de provocar o arrastrarse a un conflicto- ha sido eclipsada. Esto no solo tiene consecuencias internacionales, sino también para el Estado de Derecho interno. Depende además de la ecuanimidad del Presidente. Uno que sea temerario lo puede emplear como resquicio legal (algo sabemos); lo excepcional se convierte en norma. La democracia tiene una persistencia y fortaleza misteriosa, pero no es ilimitada. Veremos qué sucede.