Si Trump termina su carrera política en el día de hoy, la tentación por seguir sus pasos puede persistir en la vida norteamericana. Pero, ¿qué tiene que ver con Chávez?
Es posible que la tradición y la fuerza de las instituciones norteamericanas, tan notables, contengan y canalicen a un presidente Trump.
Si resultase electo, Donald Trump no inauguraría un nuevo tipo de hacer política. Está en la huella de otros tantos casos en los que ególatras temerarios han desbancado lo que parecía un orden inconmovible. Marx colocó a Napoleón III como uno de estos ejemplos; nos parece más justo designar al primero de estos ejemplares en la figura del general Georges Boulanger en la Francia de los 1880, un Chávez de derecha con un toque de izquierda por decir algo, aunque no se atrevió a dar el paso decisivo. Estas figuras, hijas de la «rebelión de las masas», seres en apariencia providenciales, surgen cuando las instituciones son débiles o hay una conciencia de crisis -que en realidad haya crisis es otra cosa-, y al mismo tiempo arrojan un virus persistente a la vida pública que no desaparece con su creador; envenena el alma del sistema. Hugo Chávez se originó en la conciencia de corrupción y en la frustración porque la riqueza rentista no producía una Suiza en América Latina. Todo ello era por cierto ilusión; no se debe desdeñar el poder de la ficción sobre la realidad.
Por ello, si Trump termina su carrera política en el día de hoy, la tentación por seguir sus pasos puede persistir en la vida norteamericana. Pero, ¿qué tiene que ver con Chávez? El empresario de casinos debe tener además una vaga noción acerca de él y sin embargo pertenecen a un mismo tipo de animal político, agitador según la técnica del populismo. Se trata del surgimiento de un caudillismo extremo, donde el líder lo es todo, cuando más que nunca el medio es el mensaje: su manejo de masas viene a ser el sustento fundamental de su éxito, con total desparpajo y sin miramientos por convenciones y tradiciones. Se declara una guerra política contra poderes oscuros, se supone que culpables de todos los males, aborreciendo de todo lo antes construido; ellos y solo ellos tienen todas las respuestas y soluciones y hablan en nombre del pueblo. Ambos utilizan el argumento «antioligárquico»; en Trump es el establishment y un personalismo radical; Chávez llegó a identificar al país con él mismo en la estela de los Castro. Los dos exhiben una increíble capacidad para atemorizar a sus adversarios o críticos, para acallarlos y ganárselos como incondicionales con una estrategia de bullying , de estricta e inescrupulosa lógica amigo-enemigo. Detrás de ellos hay un movimiento amaestrado y embobado, y una cultura política carente de todo respeto por la prueba empírica. Construyen un enemigo interno y otro externo que son lo mismo. Para ellos -es lo que transmiten-, todo el pasado inmediato ha sido una cadena de errores y corruptelas y solo ellos son puros.
Da entre risa y pena observar a algunas derechas a lo largo del mundo simpatizar con Trump. De los muchos argumentos que se podrían sacar a relucir para mostrar lo incongruente de esta benevolencia, se pueden citar tres rasgos que son o deberían ser las antípodas de la derecha aquí y en la quebrada del ají. La demagogia y la vulgaridad, propia de todo populista. En lo internacional se despide de toda idea de «mundo libre». Y una tercera de este tipo, la crítica al libre comercio, que fue una de las bases del éxito histórico de EE.UU. Las derechas modernas han hecho bien en que en general lo han apoyado, aunque nadie responsablemente ignora que tiene su costo.
Es posible que la tradición y la fuerza de las instituciones norteamericanas, tan notables, contengan y canalicen a un presidente Trump; no cabe duda que también significaría una degradación de todo el sistema, pérdida difícil de calibrar y más todavía de recuperarse de ella. Con él, Estados Unidos se latinoamericaniza, no precisamente en un buen sentido.