El Mercurio, sábado 20 de marzo de 2004.
Opinión

Un ángel caído

Enrique Barros B..

Este caso muestra la convivencia resbalosa entre justicia y razón de Estado.

En diciembre de 2001, el principal accionista de ImClone supo privadamente que una anunciada droga contra el cáncer no sería permitida por la autoridad sanitaria. De inmediato, dio orden de venta de acciones de la farmacéutica (por lo cual está cumpliendo una larga condena de cárcel).

Un agente de valores pasó el dato de esas ventas a Martha Stewart, su clienta regalona. En medio del ajetreo de un viaje a México, ésta dio la orden de vender su modesta inversión en acciones de esa compañía.

Los investigadores del «insider trading» en ImClone llegaron donde Martha Stewart. Faltando a la verdad, dijo que la venta tenía por antecedente antiguas instrucciones a su corredor. Aunque la jueza descartó que la operación fuera un fraude a la Ley de Valores, un jurado estimó que era culpable de haber mentido y conspirado para impedir una investigación. Un ícono de la cultura norteamericana ha sido triturado en un proceso criminal que la llevará a prisión por haber faltado a la verdad en una investigación que, paradójicamente, terminó sin cargos en su contra.

Incluso entre quienes no son envidiosos, siempre ha sido un lugar común placentero hablar del mal gusto norteamericano. A los 62 años, Martha Stewart ha enseñado a un par de generaciones, cada vez más ricas, a vivir simplemente mejor: a diseñar un bonito jardín, a cocinar comidas livianas y deliciosas, a poner la casa con calidez. Con un tono confidente y señorial, esta mujer, formada por sí misma, se transformó para la gran clase media norteamericana en el modelo de «cómo hacerlo bien en la casa». Y como el reconocimiento masivo tiene rápida recompensa, su marca se transformó en un millonario conglomerado de empresas.

En estos meses de escrutinio público me ha impresionado cómo, tras la sonrisa cordial, el espejo ha mostrado sus caras escondidas. En algunas, muestra un espíritu valeroso y determinado, que explica su éxito; en otras, la vanidosa desconsideración que es el resultado de ese éxito. ¿Es esta soberbia certidumbre la explicación de su torpeza?

Aunque la hipocresía sea usualmente el más peligroso de los caminos (especialmente en Estados Unidos), algo no cuadra en la ecuación. Hay un desequilibrio entre las faltas y sus efectos devastadores. En el NY Times, una lectora lamenta lo ocurrido, porque «Martha Stewart nos ha enseñado, incluso a los vaqueros del oeste, a apreciar las pequeñas cosas de la vida»; y un editorial teme que el dramatismo de la condena deteriore el sentido de vivir bien, que el público asocia a su imagen ahora devaluada.

Desde antiguo, el linchamiento público tiene una función intimidante. Cada época tiene sus razones y sus chivos expiatorios. Hoy se trata del corazón del sistema capitalista, amenazado por la desconfianza en la honestidad de los mercados de valores. Pocos distinguen que aquí, técnicamente, no hubo un fraude. Lo que todo el mundo sí entiende, como dijo un jurado, es que «el fallo es un mensaje a los pájaros grandes, de que nadie está por encima de la ley».

Pero, ¿se habría perseguido este ilícito menor si no se hubiese tratado de Martha Stewart? El combate al «insider trading» ha recibido un ejemplo intimidante. A su manera, el caso muestra la convivencia resbalosa entre justicia y razón de Estado.