Las universidades y carreras más selectivas suelen matricular a una proporción reducida de sus postulantes, racionando en base al puntaje ponderado. Las instituciones en esta situación, que son las menos, también podrían limitar la demanda subiendo sus aranceles, pues tienen poder de mercado. Ahora bien, la respuesta económica tradicional que apunta a promover la competencia para enfrentar dicho poder es poco factible en este contexto, pues crear universidades y carreras selectivas es caro y difícil.
Hace sentido, entonces, algún tipo de regulación de los aranceles, sobre todo porque el Estado es el principal financista individual de la educación superior y los estudiantes financiados suelen actuar como meros tomadores de precios. Este hecho puede incentivar la inflación de aranceles con el consiguiente costo fiscal. Con todo, la regulación que establece la recién aprobada Ley de Educación Superior es equivocada y debería corregirse. El esquema que se postula para definir los aportes por gratuidad es uno de los costos: se basa en estimaciones de cuánto cuesta «producir» un titulado en cada carrera, tal como se hace en los mercados de la luz y el agua.
Este enfoque inevitablemente tendrá un carácter estandarizado, y si algo se puede decir sobre la educación superior, particularmente en un sistema masivo y en tiempos de cambios tecnológicos, es que carece del carácter homogéneo que tienen la luz y el agua. Las instituciones abordan la formación profesional de maneras diferentes y es posible que en los próximos años haya aún más diferencias en la forma en que se organiza la docencia. Por lo demás, la diversidad de enfoques hacia la formación profesional es positiva.
En el hecho, la ley reconoce implícitamente la incerteza (y posible insuficiencia) de las estimaciones de costo, permitiendo que a los estudiantes que no tienen gratuidad se les cobre un arancel mayor: 40% de recargo para el decil 7; 60% para los deciles 8 y 9, y arancel libre para el decil 10. No deja de ser curioso que una ley establezca la obligación de discriminar precios. Esta política de fijación de aranceles genera múltiples problemas, pero ponemos foco en la decisión de basarlos en costos.
Desde luego, las asimetrías de información entre las instituciones de educación superior y el ente regulador hacen pensar que la determinación de los costos es una pretensión intelectual difícil de materializar. Además, las instituciones pueden responder a los aranceles fijados cambiando constantemente el conjunto de programas que ofrecen y la forma como lo hacen, lo que dificulta aún más la tarea.
Pero supongamos, por un momento, que determinar los costos fuera posible, ¿tiene sentido financiar las carreras en función de ello? La educación superior se promueve porque agrega valor al país o a las personas que la cursan. Obviamente, ese valor no tiene relación directa con el costo de un programa. El modelo elegido, en lugar de incentivar el valor social o privado de las carreras, promueve aquellas más costosas. Así, se entregarán más recursos a una carrera cara que no entrega ningún valor que a una barata y valiosa.
A la luz de estos graves problemas, proponemos un esquema alternativo de financiamiento, que considere como base el valor social o privado (a menudo coincidirán) que agregan los programas. En este, los aranceles se contrastarían con el valor económico que aportan a los estudiantes sus estudios, de modo que el Estado no financie programas que no ofrecen buenas perspectivas laborales para los egresados. Para estimar este valor, proponemos partir de criterios objetivos, como los salarios y tasas de empleo esperadas para los egresados de cada programa, ajustados por la duración de la carrera, la tasa de deserción y la condición socioeconómica de los estudiantes. Si los aranceles que cobran las instituciones de educación superior están muy por encima de una fracción de ese valor, el Estado tiene buenos argumentos para limitarlos. En caso contrario, debería respetar los que ha definido cada institución. Para los programas que generan bienes públicos que no se ven reflejados en ingresos individuales, como son algunas de las humanidades, los aranceles deben definirse de otra manera. Esta no es una tarea compleja.
Adicionalmente, sería conveniente que el Estado financiase la inversión en investigación y desarrollo que hacen las instituciones de manera directa y no a través de aranceles. Si no lo hace, el esquema que proponemos puede adaptarse, pero se torna más complejo.