El Mercurio, sábado 22 de mayo de 2004.
Opinión

Un país «perno»

Enrique Barros B..

La clase política tiene el deber de evitar que los sentimientos dominen nuestra política exterior.

«El niño rico de la cuadra (comienza a sentirse solo)» es el título de un reciente artículo del NY Times sobre Chile. Somos el país «perno» de un vecindario poblado de muchachones de costumbres discutibles. El mateo flacuchento, con los pies puestos en la tierra, que quisiera estar bien con todos, pero es malo para la fiesta y la pelota, y tiene la desgracia de ser el pololo que toda madre quisiera para su hija. Un muchacho opaco, pero virtuoso, como nos ha definido un banco de inversiones. Y eso es suficiente para generar envidia (el sentimiento más destructivo) en un barrio dominado por demagogos, que aborrecen cualquier comparación con alguien que recorra un camino mejor.

A pesar de las sonrisas que prodigamos a los vecinos y de los intentos de ganarnos su amistad con el comercio, pasiones humanas, demasiado humanas, hacen que nuestro índice de simpatía ande por el suelo. Más aún si el niño «perno» ha optado por relacionarse con otros barrios más prósperos, en una estrategia que comparte transversalmente toda su familia, alejándose aún más de un vecindario que, con nuevas máscaras, reitera su antigua historia de fracasos.

Por cierto que la situación es preocupante. En Perú, un Presidente acorralado por sus malas costumbres inventa un conflicto sobre límites marítimos para revivir antiguos resentimientos. En Bolivia, un gobierno populista nace de la caída de un Presidente que osó actuar en interés de su país, exportando gas por territorio chileno. Argentina vuelve a echar la culpa de su farra a los demás y, con la mejor de las conciencias, «exige» (otra vez) que los acreedores le condonen tres cuartas partes de su deuda. Brasil, con sus sueños de una tercera vía desarrollista, lidera, a cambio de nada, el fracaso de las negociaciones sobre comercio de Cancún, y persiste en su pretensión de influencia regional, para la cual Chile es como una piedra en el zapato.

El episodio del gas es más que una anécdota: es un síntoma de lo que ocurre en todo el barrio. Que los fallos no se cumplen lo supimos hace un cuarto de siglo, cuando nos llevaron al borde de la guerra más estúpida. Incumplir sin aviso un contrato, lo que amenaza dejarnos a oscuras, es casi un gusto en vida con ese vecino pedante, que en el pasado fue tenido por poca cosa.
¿Qué podemos hacer en ese entorno? Todo me dice que se requiere paciencia; santa paciencia. La clase política tiene el deber de evitar que los sentimientos dominen nuestra política exterior. Los demagogos pasarán y, especialmente en Argentina, se puede esperar que se reconstruya esa sociedad culta y respetable de hace un siglo. Y, entonces, será también obvio que los contratos se cumplan de buena fe (como ya lo entienden los más sensatos).

Mirar hacia otros barrios nos alerta acerca de nuestras debilidades. Por ejemplo, que los países que dejan huella no son esos fenicios «pernos» y cargantes, sino los que devienen en un amable foro cultural. Pero, entretanto, ante el riesgo de una pelotera en el barrio, sólo nos queda ser en extremo respetuosos del derecho internacional (como, con toda dignidad, ocurrió en el caso de Irak) y, mal que pese, mantener una capacidad de defensa suficientemente disuasiva.