El Mercurio, domingo 19 de diciembre de 2004.
Opinión

Una educación capturada

Harald Beyer.

Los rendimientos son decepcionantes y no guardan relación con los esfuerzos financieros que el país y las familias chilenas están haciendo para educar a sus niños y jóvenes.

Hay áreas en las cuales los diversos sectores políticos comparten un alto grado de acuerdo. La política de apertura comercial, por ejemplo, es ampliamente respaldada. Hay otras donde hay escisiones profundas.

Educación parece ser una de ellas. Por supuesto, las discrepancias no son siempre sobre todos los aspectos de nuestro sistema educativo. Ciertamente no es indispensable que se limen todas nuestras diferencias. Después de todo el juego democrático también tiene que ver con enfrentar posturas disímiles y conseguir suficiente apoyo para llevarlas adelante.

Pero también hay un espacio para la cooperación política en educación. Y ésta parece más urgente que nunca, ahora que se han revelado los resultados de una nueva versión del TIMSS, una prueba internacional de matemáticas y ciencias de reconocido prestigio, rendida por estudiantes que se encuentran en el equivalente a nuestro octavo básico. Los rendimientos son decepcionantes y no guardan relación con los esfuerzos financieros que el país y las familias chilenas están haciendo para educar a sus niños y jóvenes. Tampoco se pueden atribuir estos insuficientes logros a las elevadas desigualdades sociales del país.

Sencillamente, un análisis cuidadoso de los datos disponibles no hacen posible esa conclusión.

Una parte del problema radica en que se permite que la educación chilena se desenvuelva en un ambiente que bordea con la impunidad. ¿Qué otro factor puede explicar el hecho de que un 59 por ciento de los estudiantes de octavo básico tengan un nivel de matemáticas inferior al mínimo a partir del cual esta prueba internacional comienza a describir los conocimientos matemáticos de los alumnos que la rinden? Que nadie se haga responsable por los resultados de nuestros estudiantes genera un ambiente educativo mediocre y, por consiguiente, pobre en igualdad de oportunidades, donde con pocos esfuerzos los estudiantes de hogares de mayor capital cultural se pueden instalar en las mejores universidades y en las carreras más apetecidas.

El término de esta situación puede ser uno de los desafíos políticos más importantes de los próximos años. Aquí se ha permitido que la educación chilena esté marcada, de manera excesiva, por los intereses de los profesores. Muchos de ellos son legítimos, pero se olvida que éstos también conforman un sofisticado grupo de presión que no tiene precisamente entre sus objetivos los aprendizajes de los estudiantes.

Como ocurre habitualmente, la capacidad de organización de los cientos de miles de hogares con intereses contrapuestos al gremio docente es prácticamente nula.

Es precisamente el mundo político quien tiene la responsabilidad de representar esos intereses. Pero hacerlo no es nada de fácil, si no se está dispuesto a incurrir en algunos costos políticos. Después de todo, los profesores gozan de prestigio frente a la comunidad.

Es cosa de preguntarle a un alcalde las enormes dificultades que debe enfrentar cada vez que aspira a cerrar un establecimiento de rendimientos deficientes o de pocos alumnos.

En la medida que estos desa-fíos se aborden de manera cooperativa, hay posibilidades reales de modificar el estado actual de las cosas que debe pasar, entre otras medidas, por la creación de un marco institucional donde los establecimientos educativos, espacios donde finalmente se va a decidir la suerte de la educación chilena, rindan cuenta de los aprendizajes de los estudiantes. Pero para exigir cuentas es indispensable que exista mayor autonomía para conformar equipos docentes y definir sus salarios. Es aquí donde se generarán los mayores enfrentamientos con los profesores. La creación de ese marco institucional, entonces, es una tarea que exige de una elevada cooperación política. Pero la educación no está sólo capturada por los profesores; también por expertos que creen que sus ideas pueden cambiar la marcha de la educación, olvidando que esto es algo que se resuelve en la sala de clases, donde éstos difícilmente pueden instalarse.

De ahí que exista una larga tradición que pone énfasis en los resultados educativos antes que en los procesos y aspira a abrir espacios en la segunda dimensión y controlar los primeros.

Si no nos movemos en esa dirección, siempre habrá una nueva idea, generalmente muy costosa para el erario, que cambiará la suerte de nuestra educación. Mejor dejemos esas ideas en manos de cada comunidad educativa.