El Mercurio, domingo 10 de abril de 2005.
Opinión

Una experiencia educativa que funciona

Harald Beyer.

Vale la pena explorar una educación de excelencia para los estudiantes de colegios públicos. Que ello puede concretarse queda de manifiesto con el caso del Liceo Nacional de Maipú.

En 1990 el Gobierno gastó 750 millones de dólares sólo en educación básica y media (en valores de hoy). Este año, en los mismos niveles educativos, esas cifras bordearán los dos mil 800 millones de dólares. Un aumento de más de dos mil millones de dólares en tres lustros no deja de ser impresionante. Esta inversión, lamentablemente, no ha rendido los frutos esperados. Es cierto que se partió desde una situación muy deteriorada. Entre 1981 y 1990 el gasto público en educación cayó un 28 por ciento en términos reales. En el mismo período, los salarios de los profesores se redujeron en una proporción mayor. Pero el tiempo pasa, entran nuevas generaciones a la educación básica, hay nuevos recursos y los rendimientos de nuestros estudiantes no cambian demasiado. En pruebas internacionales somos habitualmente vapuleados, y aunque le demos innumerables vueltas al desempeño del país corrigiéndolo por los diversos factores que creemos que pueden afectarlo, las conclusiones son las mismas. Nuestra educación básica y media no está a la altura de las exigencias del mundo global, y tampoco de los recursos públicos y privados que destinamos a ella. Y esta realidad no sólo es evidente en los cientos de establecimientos financiados por el Estado. También se repite en los colegios privados, mal llamados de elite, que en las comparaciones internacionales son barridos por establecimientos públicos de países que gastan una fracción de lo que pagan los padres en estos establecimientos.

¿Qué hacer? Desde luego, intentar corregir el ambiente de relativa impunidad en el que se desenvuelven todos los actores educativos del país, entre otros, directores, profesores y estudiantes. Para estos efectos se requieren cambios institucionales profundos en educación. Por cierto, hay muchas otras medidas que se pueden acometer. No hay aquí espacio para analizarlas, y antes quiero compartir con el lector una reflexión más general a partir de un planteamiento que, entre otros, ha hecho Thomas Nagel, uno de los filósofos políticos estadounidenses actuales más respetado. Dice Nagel que «…la tendencia hacia la igualdad y la desconfianza hacia lo excepcional que se encuentra en los sistemas públicos de educación en algunas sociedades liberales modernas es un gran error. La igualdad de oportunidades está bien, pero si un sistema educativo trata de ocultar las diferencias, se impide explotar el talento hasta el máximo cometiéndose un error inexcusable. Además, se desvirtúa la igualdad de oportunidades, en la medida en que hay colegios privados donde los niños de las clases altas pueden escapar si tienen las habilidades para obtener una educación de alto nivel, mientras las clases más bajas quedan atrapadas en la mediocridad, cualquiera que sea su talento».

Esta descripción parece mostrar muy bien el panorama nacional. Unos datos al respecto. En la última PSU, de los más de mil establecimientos municipales con educación media, sólo 5 estuvieron entre los 200 primeros. En cambio, un 40 por ciento de los colegios pagados estuvieron en esta situación. Ciertamente que en estos resultados importan los puntos de partida, pero si alguna ventaja tiene la educación financiada por el Estado son los grandes números. Debería haber espacio, entonces, para más establecimientos de excelencia. Se puede creer que esta situación no es tan grave. Después de todo, los estudiantes de excelencia que están en establecimientos financiados por el Estado podrán sustraerse de la mediocridad general. Sin embargo, ello no es para nada evidente. En cuarto básico, el 75 por ciento de los mejores estudiantes, definidos como aquellos que están en el 10 por ciento de rendimiento superior, proviene de establecimientos con financiamiento público. En la PSU no alcanzan a ser el 45 por ciento, y ello a pesar de que representan el 90 por ciento de la matrícula del país. De nuevo, no importa demasiado cómo se miren los datos, pero el país pierde talentos a montones.

En educación hay muchas cosas que requieren de enormes esfuerzos para implementarse, y como demuestra la experiencia chilena, no necesariamente producen los frutos deseados. En este contexto, explorar una educación de excelencia para los estudiantes de la educación pública es una experiencia que bien vale la pena intentar. Que ello puede concretarse queda de manifiesto analizando el caso del Liceo Nacional de Maipú. Ahí el ex alcalde de Santiago Joaquín Lavín se propuso, con el apoyo del alcalde de esa comuna, replicar la experiencia del Instituto Nacional. En el Simce de octavo básico este establecimiento obtuvo entre 27 y 70 puntos más (promedio en las cuatro materias que evalúa esta prueba nacional) que los establecimientos de su propia comuna que educan a estudiantes de un nivel socioeconómico equivalente.

Antes de cuestionar esta experiencia y hacer ver que supone seleccionar, en algún grado, a los estudiantes, conviene recordar el planteamiento de Nagel. La alternativa para muchos de estos niños es hundirse en la mediocridad de la educación chilena. ¡Qué injusticia para los compañeros que estos estudiantes dejan atrás y que no podrán beneficiarse de su talento! Esta crítica a experiencias de este tipo es habitual y se basa en los beneficios que recibirían estudiantes de menos talentos de sus compañeros más capaces. En el pasado había evidencia que respaldaba esta afirmación. Los nuevos estudios -que controlan por factores habitualmente omitidos en los primeros estudios- no parecen encontrar que estos efectos sean tan importantes. Mayor razón, entonces, para replicar experiencias como las de Maipú.