El Mercurio
Opinión

Una libertad prometeica

Leonidas Montes L..

Una libertad prometeica

¿Cómo se explica que en Chile una antigua y obsoleta ley de herencia encadene la generosidad e impida contribuir a tantas causas de interés público?

La libertad nos ha acompañado a lo largo de nuestra historia. Quizá no existe concepto que sea tan simple y a la vez tan complejo. Parece ser tan claro como el agua, pero se puede tornar oscuro como la noche. Es profundo y a ratos superficial. Es parte de nuestra vida, también de nuestra sociedad. Apela a lo que hacemos, y a lo que no podemos hacer. A las leyes, a la Constitución. También a la moral. En definitiva, es la esencia de lo que somos y lo que podemos ser.

En Grecia y Roma la esclavitud marcó el ritmo del concepto de libertad. No era libre el esclavo subordinado a su amo. Pero tampoco era libre el que solo tenía libertad. La libertad era la capacidad para realizarnos en sociedad. De ahí los vínculos de la libertad con las virtudes, sobre todo la justicia.

De ese énfasis en la independencia —no ser dominado ni depender de un amo o soberano— nace el concepto de libertad del republicanismo clásico. Y con Hobbes, que destaca la libertad como no interferencia, surgiría la libertad liberal. Esto es, la posibilidad de hacer lo que quieras dentro del marco de lo permitido, sin hacer daño a los demás. En fin, somos dueños de nosotros mismos. Como diría John Locke, de nuestra vida, nuestra libertad y nuestra propiedad.

Para un liberal y un republicano la libertad es fundamental. Es también un regalo, un tesoro. Para Sartre, en cambio, la libertad es angustia existencial. En su “Ser y la nada” (1943) planteaba que “el hombre está condenado a la libertad”. Vivimos el peso existencial de la libertad, el yugo de la responsabilidad. En definitiva, estamos condenados a elegir. ¿Quién no ha sentido la responsabilidad o impotencia ante alguna elección? No obstante, parece mejor pensar y vivir a la luz de esa maravillosa libertad para elegir.

Somos adultos con autonomía y nada ni nadie puede someternos o subyugarnos, diría un liberal republicano. Podemos vivir nuestra vida y emprender nuestros proyectos siguiendo las reglas del juego, agregaría. Pero este es un equilibrio frágil, un anhelo a ratos precario. ¿Somos realmente libres para elegir?

Veamos un par de ejemplos contingentes. Hace varios años venimos hablando de reforma de pensiones. Pero en la actual discusión algo no cuadra con la libertad. Cuando quieren obligarnos a destinar un aumento de nuestras cotizaciones a un fondo solidario —contrario a lo que quiere la mayoría—, dejamos de ser libres para elegir qué hacer con el fruto de nuestro trabajo. No podemos elegir ahorrar o dar.

Y si de solidaridad se trata, otro ejemplo es la libertad para elegir dar, para ayudar con lo propio a tantas causas nobles que se despliegan desde la sociedad civil. ¿Cómo se explica que en Chile una antigua y obsoleta ley de herencia encadene la generosidad e impida que podamos contribuir a tantas causas de beneficencia e interés público? La conservación, por ejemplo, que es y será un gran desafío después de esta crisis del covid-19, no tiene posibilidades de recibir aportes de la sociedad civil. Aunque no lo crea, para apoyar y preservar nuestra naturaleza, habría que pagar impuestos. Y esto se extiende —en un entramado tan complejo como discrecional— a otras causas como salud, derechos humanos y protección de animales.

Hace un par de años, un profesor de Harvard que vino a hablar de conservación junto a Kris Tompkins nos dijo que Chile era el único país que conocía donde hay que pagar para ser generoso. ¿No habrá llegado la hora de permitir e incluso incentivar las donaciones? Cuando vivimos una crisis de representación, cuando los ciudadanos quieren y tienen derecho a participar y dar para construir una mejor sociedad, nuestro paternalista, anquilosado y obsoleto sistema no lo permite. No podemos elegir el destino de lo nuestro. Tampoco podemos elegir dar. Vaya libertad la que tenemos.