La Segunda, jueves 15 de mayo de 2008.
Opinión

Una mala idea

Harald Beyer.

A medida que sube el precio del petróleo en el mercado internacional, crece la presión para reducir los impuestos a los combustibles. Ello ocurre con más o menos intensidad en diversos países. Chile no está exento de este fenómeno y, aunque el impuesto a las gasolinas se redujo de manera transitoria en alrededor de 53 pesos por litro (en valores actuales), muchas voces demandan reducciones adicionales. Pero sería un error ceder a esta presión. Esta posición puede parecer equivocada, sobre todo si se tiene en mente que el impuesto específico a las gasolinas aún alcanza a 158 pesos por litro. Parece alto comparado con los casi 50 pesos por litro que se cobra en promedio en Estados Unidos (la mitad es aproximadamente impuesto federal, y el resto, el promedio cobrado por los distintos estados), pero no es demasiado distinto del impuesto específico de 146 pesos canadiense y está muy por debajo de los 281 pesos por litro de los japoneses o los 634 pesos de los alemanes (los datos provienen de la Agencia Internacional de Energía y han sido convertidos a pesos usando un tipo de cambio de 465 pesos por dólar). En este sentido, Chile no es un país que tenga un impuesto específico particularmente alto en el concierto internacional. Por supuesto, sorprende el diferencial que existe entre el impuesto cargado a las gasolinas y al diésel, fenómeno que también se observa, aunque no de manera generalizada, en otras latitudes. La presión política obviamente no es sólo patrimonio nacional. Con todo, no debe descartarse la posibilidad, quizás en un momento más apropiado, de corregir el impuesto al diésel al alza.

El origen del impuesto a los combustibles no ayuda en demasía a su defensa: se justificó para reparar caminos después del terremoto de 1985. Pero eso no significa que no la tenga. Es, aunque parezca un contrasentido, un buen impuesto, al dar cuenta de los efectos negativos o los costos que le provoca a la población la emisión de gases de los automóviles que circulan por la ciudad o por nuestras carreteras interurbanas. Por supuesto, siempre es difícil definir con exactitud el valor de los daños y, por consiguiente, el impuesto específico apropiado. Además, hay problemas prácticos, porque los automóviles tienen distintas tecnologías y se les brinda un cuidado mecánico distinto. Así, el mismo litro de combustible produce daños muy diferentes dependiendo de las características del vehículo.

Pero ello no invalida la aplicación de este impuesto. Sólo invita a pensar en medidas complementarias, que con el avance del progreso técnico permitan hacerse cargo de este hecho (por ejemplo, dispositivos que midan los gases emitidos por los automóviles y cobren en función de dichas emisiones). Estas medidas no deben confundirse con la tarificación vial, la que intenta racionar eficientemente el uso de las calles y que puede ser conveniente aplicar aunque los automóviles no contaminasen. Mientras tanto, este impuesto “verde” debe defenderse como una forma razonable, aunque imperfecta, de cobrar por los perjuicios que provoca el consumo de combustibles, teniendo en cuenta, además, que su monto no es comparativamente elevado.

Hay también una buena razón práctica para no bajarlo en estos momentos. Los precios de los combustibles han estado subiendo en el mundo, sugiriendo que este producto se ha vuelto más escaso. Es económicamente sensato, entonces, reducir su consumo. Una baja en el impuesto, en estos momentos, provoca el efecto contrario, generando una reasignación de recursos que, en estricto rigor, es ineficiente. Por supuesto, defender este impuesto no significa que sea impertinente reducir la carga tributaria. Ese es un planteamiento que es valioso en su propio mérito y debe ser analizado por nuestras autoridades, pero hacerlo a través de un menor impuesto a los combustibles es una estrategia equivocada.