El Mercurio, 6/6/2010
Opinión

¿Una sociedad sin distinciones?

Harald Beyer.

Quizás uno de los resultados más alarmantes de la última prueba SIMCE es el aumento que reporta en la brecha de rendimiento de los mismos estudiantes de nivel socioeconómico alto y bajo entre cuarto y octavo básico. Es evidencia contundente que estamos en presencia de un sistema escolar que en lugar de emparejar la cancha la desnivela. No cabe duda, entonces, de que estamos lejos de tener una educación de calidad, que es inconcebible sin mayor equidad en los desempeños de los estudiantes. Son varios los factores que explican esta realidad y muchas las iniciativas que se pueden abordar para intentar revertir esta situación. Ambos elementos han estado presentes en estos días en los medios, en una prueba de que esa mayor equidad parece anhelada en nuestro país. Pero hay diferencias en los instrumentos más apropiados para alcanzar ese objetivo y énfasis distintos en la definición de prioridades, aunque todos argumentan que abordar esa brecha es una tarea urgente.

Ahora bien, esa búsqueda de equidad es agregada, porque las diferencias individuales no desaparecen. Cualquiera que haya pisado una sala de clases podrá comprobar las enormes diferencias en capacidad de los estudiantes, su actitud frente al aprendizaje, el esfuerzo que colocan en realizar sus labores escolares y su reacción frente a las exigencias, entre muchos otros factores. Tanto es así, que cuando se explica la varianza de resultados en una prueba como el SIMCE, las variaciones de rendimiento entre estudiantes de un mismo establecimiento son tan grandes como las que existen entre los distintos colegios. Ahora bien, estas virtudes están uniformemente distribuidas entre distintos sectores socioeconómicos, pero muchas veces no son sacadas a flote en los niveles medios y, sobre todo, bajos, en gran parte por esas brechas que van creciendo con el paso del tiempo.

Experiencias como el Instituto Nacional ayudan a sacarlos a flote, pero no sin una andanada de críticas a su labor. Lo que menos se dice es que son experiencias segregadoras. Detrás de esto hay un instinto por borrar toda distinción o en el caso más benévolo por creer que ésta sólo descansa en capital cultural. Nada más alejado de la realidad. Muchas de las diferencias en el rendimiento entre estudiantes obedecen a factores que no observamos, en el sentido de que no los podemos medir bien. Entre los que sí podemos medir los índices asociados a capital cultural tienen un peso relevante, pero ello no significa que sean tan determinantes como sugiere esa interpretación. No es casualidad, entonces, que nuestros buenos liceos combinen estudiantes de distintas realidades sociales.

Esta desconfianza hacia los estudiantes más excepcionales es algo desconcertante y está, además, bastante extendida en los circuitos educacionales no sólo nacionales sino que también internacionales. Muchas veces se cuestiona esta idea por los “vacíos” que dejarían esos estudiantes en las salas de sus escuelas de origen. Son, si existen (la literatura especializada no se pone de acuerdo sobre eso), efectos a los más tenues. Pero claro, revelan una preferencia por el colectivo antes que por el rescate de aquel o aquella que se distingue entre sus pares. Esta mirada se ha extendido como una mancha de aceite. En los colegios, los premios han perdido fuerza: ya no se entregan o se les otorga a todos los estudiantes. La educación, particularmente la pública, siempre ha tenido una vocación igualitarista, que es bienvenida, pero nunca postuló borrar las distinciones. A menudo parece ser ése el objetivo, antes que alcanzar mayores grados de equidad. Por eso es que cuando los énfasis e instrumentos difieren, recordando a Isaiah Berlin en los comienzos de su ya reconocido ensayo “Dos Conceptos de Libertad”, la realidad es que parece que no estamos de acuerdo respecto de los fines.