En las elecciones presidenciales el domingo pasado hubo dos posturas distintas en competencia. No hay nada sorprendente en esto, pero su carácter esta vez fue diferente.
Había una visión particularmente crítica del desarrollo que ha venido experimentando el país desde 1990, que ve en él muchas más sombras que luces. Su representante fue Alejando Guillier. La campaña del Presidente electo, en cambio, representó una visión más amable de estas casi tres décadas. Por cierto, reconoce las oscuridades de este proceso, pero no cree que ello requiera de transformaciones estructurales. De ahí, el cuestionamiento severo al actual gobierno por parte del candidato opositor. Fue ésta la primera administración en inaugurar una mirada tan crítica del orden democrático y socioeconómico de las últimas décadas.
La elección del 17 de diciembre no cabe duda que sancionó el fracaso de ese proyecto político. El triunfo de Sebastián Piñera fue demasiado categórico para dar espacio a otra interpretación. En casi 75 por ciento de las comunas del país obtuvo una votación de 50 o más por ciento. En apenas 13 comunas una votación inferior a 40 puntos porcentuales. No faltan voces que sugieren que su votación representa apenas el 27 por ciento de los potenciales electores, que los que no votaron pueden adherir a proyectos muy distintos, pero la realidad es que la principal diferencia entre los que votantes y los no votantes es fundamentalmente la motivación para ir a votar. En las demás dimensiones no parecen ser demasiado distintos.
El actual gobierno asumió pensando que en nuestro país había «un malestar ciudadano bastante transversal», en gran medida porque «durante mucho tiempo nos dedicamos a hacer ajustes y cambios al modelo» (las citas son del discurso de Michelle Bachelet al anunciar su candidatura a la Presidencia). Era el tiempo, entonces, de reformas profundas y un cambio de ciclo político, económico y social, con el combate a la desigualdad como eje ordenador de las transformaciones. Las reformas a las que este diagnóstico dio origen no fueron acogidas por la población. Muy rápido, particularmente en las clases medios, la popularidad de la Presidente Bachelet se derrumbó. En noviembre de 2014, de acuerdo a la encuesta CEP y antes de que estallara Caval, el nivel de aprobación a su gobierno solo alcanzaba al 33 por ciento.
La visión relativamente lúgubre sobre el estado de la sociedad chilena no cuadraba con los elevados niveles de satisfacción que exhibía la población y el optimismo que respecto del futuro manifestaban los chilenos (ratificados, por ejemplo, en el Informe Mundial de la Felicidad 2017). Tampoco con el progreso material que exhibe Chile en diversos frentes. Por cierto, todo proceso de modernización económica genera nuevas fragilidades e incertidumbres que deben ser atendidas. Aquí se concentran una parte relevante de las demandas ciudadanas. Las reformas de Bachelet más que resolverlas crearon aparentemente fueron nuevas incertidumbres: un cambio de «modelo» sin un horizonte claro y con un futuro más bien difuso. La candidatura de Alejandro Guillier no logró despejar esa sensación.
La visión de Piñera quizás es más precisa. Promueve cambios, pero también estabilidad. Por supuesto, si no atiende las fragilidades mencionadas su gobierno puede volver a tropezar. El resultado de primera vuelta, contrariamente al fenómeno que se desprendía de las encuestas, fue interpretado como un apoyo al diagnóstico gubernamental. Así, la segunda vuelta fue, de alguna manera, un enfrentamiento entre dos diagnósticos alternativos. No cabe duda que se impuso con claridad aquel que tiene una visión más optimista. El resultado del 17 de diciembre reveló un castigo contundente al oficialismo y a su mirada de la sociedad chilena. Si alguna duda había quedado en la primera vuelta, ella quedó ahora completamente despejada.