El Mercurio, 27 de septiembre de 2016
Opinión

Unidad o federalismo

Joaquín Fermandois.

El cambio que se está legislando de intendentes designados a gobernadores elegidos podría devenir en una transformación mayor y quizás con más repercusiones que el diseño de una nueva Constitución, al menos en lo que concierne al gobierno interior. Lo que sí tienen en común es la fe imbatible en que la constante aprobación de leyes nos conducirá a un sistema social y convivencia mejores. Varias voces se han elevado en estos días para alertar acerca de las incongruencias que crearía el nuevo sistema, aunque es mirado con expectativa en las regiones.

El proyecto surge de otra fuente, mucho más real desde luego: la sospecha de que la marea centralista termine por asfixiar al país si es que el proceso ya no avanzó a metástasis (me parece que sí lo hizo) y se intenta poner una cortapisa. La receta no es del todo nueva. Como tanta reforma puesta en marcha durante el régimen militar, la regionalización se originó en ideas que se venían discutiendo por largo tiempo. Hasta un vocero de la guerrilla urbana (FPMR) afirmó en los 1980 que lo único que conservarían de ese régimen era la regionalización. Cierto, al comienzo hubo demasiado lenguaje burocrático (primera, segunda, tercera región, etc.) y se perdía el encanto de un estilo de paisaje; después se le fueron agregando nombres realmente propios. Y en la nueva democracia vino el entusiasmo por crear más regiones, con lo que nos hemos acercado a las antiguas 25 provincias, donde en realidad había más raigambre histórica.

¿Cuál es el problema en todo esto? Que el país se haga ingobernable no por polarización, violencia política, incremento de la inseguridad o una depresión económica, pero sí ingobernable para lo cotidiano de la administración general del Estado y para los gobiernos locales y municipales. Chile desde su origen es unitario, no federal como lo es Argentina, Brasil o México. Ninguna legislación podrá cambiar historias arraigadas en lo más profundo. Puede haber medidas compensatorias y ojalá se innove al respecto. Federalizarlo a la fuerza puede ser la peor idea. Además de todas maneras se ha producido en los últimos 40 años un aumento de la importancia de los alcaldes versus intendentes -fenómeno no limitado a Chile-, que ha convertido a muchos de los primeros en personajes políticos de magnitud, lo que conlleva un mayor peso local. Quizás si todo el país tuviese efectivamente una mentalidad más estrictamente unitaria, lo local y lo nacional podrían llegar a fundirse, lo que no tiene por qué afectar a la dinámica de la diversidad, sino que la fortalece.

Además de parchar para cambiar todas las cosas, existe una idealización de la pequeña comuna, otro antiguo amor. Recordemos la «comuna autónoma» de hace más de 100 años, un cuento que está en la línea de otro peligro que acecha. En el 2013 (Estudios Públicos, 132) el historiador inglés Alan Knight advertía que en México, al fortalecer las pequeñas comunas, con frecuencia llegaban al poder mafias, caciques -que eran casi lo mismo-, minúsculos grupos de presión que magnificaban su importancia.

Resulta que la democracia no consiste en otorgar incesantemente más poder a fragmentos cada vez más pequeños. La práctica de la misma implica un grado importante de abstracción y hasta de anonimato. Donde todos tienen un trato inmediato es difícil que funcione la democracia tal cual lo hace en la nación o en algunos grados en la región. Grande en territorio, más bien pequeño en número de habitantes, en Chile hay que darles a los gobiernos un mínimo de herramientas para que en su corto -demasiado corto- período puedan funcionar con eficacia, ese atributo que ahora está menguando.