La Segunda
Opinión

Viaje a Reims

Aldo Mascareño.

Viaje a Reims

Ópera en su esencia, íntima, crítica y sociológica. En tiempos constitucionales sería bueno verla.

Entre escándalos de corrupción, política adversarial y delincuencia, las tres horas de El viaje a Reims, de Gioachino Rossini, interpretada por la Orquesta Filarmónica de Santiago y un elenco amplio de artistas chilenos y extranjeros del Teatro Municipal, son mucho más que un oasis estético. Mientras la dirección musical es del chileno Paolo Bortolameolli —a estas alturas actor de la música clásica global—, el concepto y la dirección escénica son del experimentado Emilio Sagi.

La obra se estrenó en París en 1825. Hace dos siglos, Fue comisionada a Rossini para la coronación de Carlos X, de Francia. Tuvo cuatro representaciones en la época y solo fue reestrenada en 1984 bajo la dirección de Claudio Abbado, cuenta Bortolameolli en entrevistas. Desde entonces ha sido parte del repertorio operático clásico, aun cuando su estructura es más bien de relatos cuya dinámica los hace emerger en una entidad superior.

Un conjunto de aristócratas va a la coronación, pero la falta de caballos los deja “atrapados’ en la clínica de recuperación Il Giglio d’Oro, un spa, se diría hoy. Desesperan, a pesar de los cielos azules y la atención all inclusive.

Hacia 1825, la aristocracia había perdido su capacidad de representar el orden social. La riqueza, la belleza y el poder se desplazaban hacia la economía, el arte y los partidos. Aparecían la café society y el turismo global de élite, el mismo que hoy reserva temporadas en Maldivas o viajes espaciales. El estrato superior preserva posiciones heredades, materiales y simbólicas, y convive con la moderna inclusión por trabajo, el de manos sucias, sea con tierra, tinta, o crema de cara para los pasajeros del Giglio d’Oro. Tiempo después, la convivencia se transformaría en conflicto de clase.

Los personajes de Rossini, a los que Sagi da vida, cubren el fin de su relevancia histórica con problemas inventados, como invisibilizar ojeras o extrañar un sombrero. Toman el sol algo más tibio del siglo diecinueve y se dejan acariciar por la brisa mediterránea. Los crush amorosos están a la orden del día, a pesar de esa extraña falta de pudor, que subsiste hasta hoy, para usar bata y pantuflas en público, como si el mundo fuese un pasillo alfombrado entre la bañera y el clóset. Pero también ironizan de sus identidades nacionales, de sus reyes y se reconcilían con la condición humana. Rossini los perdona, dice Sagi. Quién sabe si perdonaría a la élite de hoy.

Estética, pulcritud y tempo es lo que define la obra, tanto por la limpieza escénica, los cambiantes ambientes lumínicos, la definición orquestal y la actuación de los artistas, desde los mínimos gestos de sus rostros hasta la expresión corporal y vocal. Ópera en su esencia, íntima, crítica y sociológica. En tiempos constitucionales sería bueno verla.