Para que el país siga progresando, el sistema político tiene que ser capaz de enfrentar temas complejos y que generan rechazo ciudadano.
No han faltado quienes han visto en la polémica respecto de la gestión de Codelco una orquestada estrategia cuyo objetivo central sería la privatización de la empresa, quizás no en su totalidad, pero sí en alguna proporción significativa. Sin embargo, hasta ahora ese planteamiento no se oye o más bien está reducido a varios analistas independientes o líderes de opinión que desde mucho antes que estallara esta polémica vienen defendiendo la posibilidad de abrir la empresa al capital privado.
Sin embargo, el mundo político parece negarse a considerar esta posibilidad e incluso los políticos de derecha -quienes serían, en lo que a estas alturas es más bien un mito, los más proclives a considerar esta opción- tienen, antes de referirse a Codelco, que enjuagarse la boca sosteniendo que son contrarios a su privatización. La paradoja es que probablemente el camino más razonable y efectivo para lograr los estándares de gestión y transparencia que se exige a esta empresa es su venta parcial y su cotización en una bolsa como la de Nueva York. Es el camino que otros países, entre ellos Brasil, han seguido para transformar sus empresas estatales emblemáticas.
Por supuesto, ha habido oposición a esa estrategia, pero los ciudadanos de esos países han comprendido las ventajas de esta alternativa. Aquí no se han hechos esfuerzos para presentar esas ventajas. El actual presidente ejecutivo de Codelco intentó generar una discusión al respecto, pero no encontró la puerta abierta en ningún sector político. Es cierto que por historia esta empresa tiene una carga especial. Además, hay que reformar la Constitución para cambiar su propiedad. Y, por cierto, existe temor de encontrarse con un rechazo ciudadano mayúsculo.
Sin embargo, es de suponer que los políticos también aspiran a mover la discusión más allá del statu quo y de los argumentos fáciles. Codelco necesita abrirse espacios en estos momentos de importantes cambios estructurales en la industria. Se observan fusiones de empresas mineras, entre otros fenómenos, y, mientras tanto, la nuestra pierde la posibilidad de convertirse en una poderosa multinacional; potencial que no cabe duda que tiene. Mucho de esto puede lograrse sin que el Estado chileno pierda el control de la empresa. Además, es evidente que el actual es un momento excepcional para vender una parte de ella. Muchos expertos vaticinan que estamos frente a un ciclo largo de buenos precios. Podríamos, por tanto, obtener jugosos recursos de la colocación en bolsa de una parte de Codelco.
Por cierto, esos recursos deben quedar resguardados en un fondo y gastarse sólo los retornos del mismo. No se trata de «comerse» la venta de la empresa, sino de reemplazar un activo por otro, diversificando el riesgo, sin renunciar a los flujos actuales que provee Codelco. En el mediano y largo plazo, una empresa con participación privada y nuevos bríos puede crecer y aportar excedentes adicionales a los actuales, permitiendo que la suma de los aportes de los dos activos sea superior al actual. Claro que esta posibilidad es remota si el mundo político no la discute en serio.
Que ello no ocurra no deja de llamar la atención. Los temores a este debate son una señal que no se condice con la modernidad a la que aspira el país. Es posible, además, que estos temores sean infundados porque nuestros votantes han demostrado a lo largo del tiempo gran sensatez y difícilmente estarían cerrados a discutir esta posibilidad. Para que el país siga progresando el sistema político tiene que ser capaz de enfrentar éste y otros temas igualmente complejos y que también, de buenas a primeras, generan rechazo ciudadano.
Hace unas semanas, en una reñida elección, dos candidatos presidenciales debatían la conveniencia de privatizar empresas «históricas» del país en cuestión. Uno proponía entregar una cifra en acciones que estimaba del orden de 11 mil dólares a cada familia de ese país. El otro, debe reconocerse que a regañadientes aceptaba la conveniencia de privatizar esas empresas, aunque criticaba el populismo envuelto en la propuesta del primero. Probablemente, el lector creerá que se trataba de un país de Europa del Este o del Este de Asia. Se trata de Irán, país que no es precisamente un paradigma de modernidad. Finalmente, en esa contienda triunfó Mahmoud Ahmadinejad, el segundo de los candidatos mencionados, quien a pesar de sus dudas iniciales sigue convencido de las bondades de avanzar en la privatización de esas históricas empresas iraníes. Si quieren poner al país en el umbral del desarrollo, sería bueno que nuestros políticos se volviesen algo más audaces.