Las acciones de los intelectuales abren a la baja cuando ellos dejan de confiar en su método y aprovechan el prestigio de su gremio para consumar fantasías inconfesables. Suele ocurrirles cada vez que en lugar de pensar el mundo, se obsesionan en transformarlo.
Los intelectuales son un grupo que trabaja con la cabeza. En la medida que los computadores convierten los pensamientos hablados en textos, esos pensadores recurrirán menos a las manos. Por lo mismo, no faltó dictador (anti) intelectual que los obligase a trabajar la tierra para que se enteraran de cómo les llega la comida a la boca. Aunque, a veces, se someten a otra dictadura, la de la acción por la acción, en cuyo caso quedan sujetos a una expectativa ansiosa. Algo que ocurre más allá de sus mentes amenaza con derrotarlos, y no precisamente en el mundo de las ideas. Se trata de aquello que se llama el imprevisto y que se sienten obligados a entender y gestionar, como si la razón tuviera que saborear venenos. En épocas apacibles estas cuestiones parecen exclusivamente teóricas, pero en las revoltosas adquieren la densidad de lo concreto y lo vertiginoso. Entonces los intelectuales comienzan a dudar de sus libros. El libro verdaderamente actual está por escribirse, es necesario salir a capturarlo. El intelectual se cuela en una marcha multitudinaria. Quiere respirar la humanidad que los textos especializados le han negado. En rededor hay gente danzando semidesnuda. El intelectual se siente tentado. Decide por lo menos brincar. Un notero de matinal le pregunta: ¿por qué ha venido a la protesta? El intelectual no sabe si responder como un intelectual que es, como un ciudadano de a pie o acaso un buen salvaje. Tartamudea. El contacto en vivo odia los silencios reflexivos, así que el micrófono se aleja de él y en pos de quien tenga la respuesta a flor de labios, prefijada en un eslogan. Pobre intelectual. Ahora vuelve a su oficina. Ya no se siente miembro del club de la razón (al que ha decepcionado) ni del de la pasión (en el cual no ha sido admitido). Se le ocurre que debe ponerse del lado de los que ganen, que esta vez sí que será el pueblo furibundo. No sea que quede abajo del carro de la historia, y peor, aplastado por sus ruedas.
La tentación de entrar en acción que sufre el intelectual está en dos personajes de la modernidad: Fausto y Don Quijote. El primero queda asqueado de su oficina plagada de libros cubiertos de ácaros e invoca al diablo, para que lo conduzca por caminos inexplorados. El segundo, confía tanto en sus libros de caballería que sale a arreglar el mundo imitando el ejemplo de sus héroes. Estos personajes del intelecto son paradigmáticos de la pérdida del control. El primero porque se entrega a la sinrazón de una forma ingeniosa del mal, el segundo, a una sinrazón del bien.
En su libro de 1927 La traición de los intelectuales, el filósofo Julien Benda observó que son las pasiones nacionales y sociales las que enloquecen a este “clérigo” moderno cuya función es pensar fría y universalmente.
Las acciones de los intelectuales abren a la baja cuando ellos dejan de confiar en su método y aprovechan el prestigio de su gremio para consumar fantasías inconfesables. Suele ocurrirles cada vez que en lugar de pensar el mundo, se obsesionan en transformarlo.