La Tercera, 19 de abril de 2015
Opinión

América Latina después de Galeano

Sebastián Edwards.

Las venas abiertas de América Latina, el libro que Eduardo Galeano publicó en 1971, cuando recién había cumplido los 31 años, se transformó en un clásico instantáneo. Fue devorado por estudiantes y analistas y causó escozor entre las autoridades latinoamericanas de entonces. Su importancia e influencia fueron coronadas al ser prohibido por varios gobiernos de la región. Fue, a la vez, un clásico instantáneo y subterráneo. Hugo Chávez le regaló una copia a Barack Obama, quien, según dicen, trató de leerlo, pero nunca pasó de la página 13. Eso es lo que dicen, pero a nadie le consta que el presidente lo haya siquiera abierto. Las venas abiertas irrumpió en mi vida y en la de mis amigos cuando el doctor Salvador Allende ya gobernaba el país y nosotros recién nos adentrábamos en los estudios universitarios. No recuerdo quién fue la primera persona que me habló del grueso volumen, pero de lo que sí me acuerdo es que se agotó con rapidez y que los pocos ejemplares existentes circulaban de mano en mano y eran leídos con devoción. Un amigo de mi padre, que se ufanaba de su amplia cultura, dijo que no había nada nuevo, y mi padrastro aseguró que estaba muy mal escrito. A nosotros no nos importaba lo que se dijera o se comentara. Leíamos sus páginas una y otra vez, y durante unos meses, Galeano y Marta Harnecker fueron nuestras lecturas de cabecera.

Compré mi ejemplar en la antigua Librería Universitaria, ubicada en el ala oriente de la Casa Central de la Universidad de Chile. Era un establecimiento amplio y extraordinario, con libros sobre todos los temas y de las más diversas editoriales, con revistas culturales y especializadas, y con vendedores que trabajaban ahí porque amaban la lectura y los libros, porque ese era su mundo y su vocación. Los estantes trepaban por las paredes y los mesones rebosaban de novedades. Los libros de la Editorial Universitaria, casi todos diagramados por el inolvidable Mauricio Amster, ocupaban un sitial privilegiado. Los precios eran razonables, lo que explicaba que el lugar estuviera siempre lleno de gente de las más diversas condiciones y edades. Recuerdo que los vendedores usaban una chaqueta de color azul -un guardapolvo quizás-, y que se paseaban atentos, preocupados de los clientes, interesados en ayudar o en sugerir un libro inusual, una novela desgarradora o un volumen de poemas. Los estudiantes de la universidad podíamos comprar a crédito. Teníamos un carné donde se iban anotando las compras, los pagos y los saldos. Con el tiempo mi deuda llegó a ser considerable, aunque la inflación que explotó a mediados de 1972 la iba licuando mes tras mes. En Chile ya no hay librerías como esa; quizás en Buenos Aires y en Ciudad de México, pero no en Chile, y eso es una verdadera tragedia. Porque las librerías son un componente esencial de eso que los sociólogos llaman el “capital social” y que no es otra cosa que los ritos que unen a vecinos y a ciudadanos, que generan conversaciones y empatía, que ayudan a crear una noción de “el otro” y así a formar la identidad nacional.

Otra época

En su novela The Go Between, L.P. Hartley dice: “El pasado es un país extranjero: ahí se habla otro idioma”. Recordé esa frase cuando hace unos días, y a raíz de la prematura muerte de Eduardo Galeano en Montevideo, releí el famoso libro. Mientras me adentraba en su prosa barroca, repleta de adjetivos y adverbios, de metáforas y elipsis, de aliteraciones y pincelazos históricos, entendí porque el propio Galeano hace pocos meses trató de distanciarse de su obra, asegurando que en su madurez no tenía paciencia para tantas platitudes ni para ese lenguaje alambicado. Para el propio autor esa historia pretérita parecía escrita en un idioma foráneo.

Creo que más importante que analizar el libro y sus argumentos -esto lo han hecho decenas de comentaristas durante los últimos días-, es hablar de cuánto ha cambiado América Latina en los casi 45 años desde su publicación. Desde todas las perspectivas la región es irreconocible; mirada desde hoy, la realidad que describe Galeano parece, efectivamente, venir del extranjero.

En 1971, América Latina era una comarca que retrocedía año a año. Una región donde la democracia era escasa, y la capacidad del público por escrutar a sus líderes era inexistente. Parafraseando al escritor mexicano Carlos Fuentes, en esos años Latinoamérica era la región menos transparente. Las asonadas golpistas se encontraban a la vuelta de la esquina y muchos -incluyendo quienes luego cambiaron de opinión- tenían sus esperanzas puestas en la Revolución Cubana, sin percatarse de que la uniformidad del pensamiento, el soplonaje y la entrega de la lengua eran requisitos para ser un buen revolucionario. Todo con la revolución, dijo Fidel ya en 1961, fuera de la revolución nada. O, peor aún, fuera de la revolución, el miedo y la prisión, el destierro y la desesperanza.

En los tempranos 1970, en toda América Latina el desempleo era masivo, la pobreza generalizada, y en la mayoría de los países la inflación era galopante. Las monedas se desplomaban de pronto y la informalidad laboral era la norma. Era una región de monoexportadores, donde la productividad era nula o negativa. Las empresas nacionales se escondían detrás de un proteccionismo monstruoso que encarecía los productos de consumo masivo y creaba riquezas indescriptibles para sus dueños. Por ejemplo, una bicicleta, entonces el medio de locomoción favorecido por miles de obreros, costaba tres o cuatro veces más en el Perú que en Bélgica o Dinamarca. Un escándalo.

Hoy, en contraste, la mayoría de Latinoamérica tiene economías modernas y pujantes. Muchas de sus empresas compiten con éxito en los mercados internacionales, y sus exportaciones se han diversificado. Hay una nueva clase media esperanzada y exigente. A pesar de dos o tres excepciones, la inflación está controlada, el desempleo es bajo y la pobreza va en retirada. Ya nadie pregunta cuándo se jodieron nuestros países; la pregunta de rigor es cuándo despegaron y empezaron a progresar. Más importante que lo anterior es que, con la excepción de Cuba, hoy en día en todos los países reina la democracia. Son democracias jóvenes, vibrantes y aspiracionales, sistemas políticos impensables cuando Galeano publicó su libro.

Claro, no todo es de maravillas: la corrupción sigue su curso, la productividad promedio deja un tanto que desear y la calidad de la educación es muy baja. Además, la desigualdad apenas ha cedido y seguimos siendo enormemente burocráticos. Pero a pesar de esto, la diferencia entre 2015 y 1971 son abismantes. Hemos pasado de la desesperación a la esperanza.

Una difícil vecindad

La de Galeano es la historia de la difícil relación entre las Américas. La del Norte, sajona y pragmática, descentralizada y libertaria, y la del Sur, alambicada y centralista, católica y afectiva.

Según algunos, las tensiones empezaron con la Doctrina Monroe en 1823, pero la verdad es que el encono venía de antes, de los tiempos de la temprana colonia. La voracidad de los EE.UU. fue un tema abordado por Rubén Darío y Neruda, por el mexicano Vasconcelos y por el uruguayo José Enrique Rodó. Galeano recoge todo eso y arma una historia envolvente que atrapa a sus lectores. Es una historia de buenos y malos, de bondadosos y crueles, una versión novelesca de nuestros dolores y frustraciones.

En una coincidencia cargada de simbolismo, Eduardo Galeano murió la semana en que el comandante Castro le dio la mano al líder “del imperio”, en el momento mismo en que los últimos vestigios de la Guerra Fría desaparecen en la región. La revolución va en retirada, y el mundo cambia para mejor. No llegué a conocer a Galeano, aunque me hubiera encantado departir con él, escuchar de su boca las historias de Las venas abiertas, y conversar sobre los cambios de las últimas décadas. No sé si hubiéramos hecho buenas migas, pero me imagino que sí, que a pesar de nuestras visiones diferentes sobre tantas cosas hubiéramos podido ser amigos. Y como buenos amigos hubiéramos compartido una copa y hablado de fútbol, tema sobre el que Galeano sabía más que nadie y sobre el que escribió un libro esencial; libro que, a pesar de escrutar campeonatos mundiales antiguos y pasados, nunca parecerá escrito en un idioma extranjero.