La Tercera
Opinión

Amor propio II

Joaquín Trujillo S..

Amor propio II

Para no terminar transformadas en supercherías coordinadoras del homicidio, las ideas deben conocerse a sí mismas.

Las ideas -esos pájaros que ahora muchos quieren capturar- siempre ensucian el lugar donde se posan. Pero por sobre todo quedan tiznadas de los contextos en los que aparecen o reaparecen. No existe una transmigración inmaculada de las ideas. De ahí que el empleo de ellas deba darse siempre como historia de las ideas. “¿A quién ha servido esa idea?” es la razonable pregunta de Bertolt Brecht en su versión escénica de La madre de Gorki, esa novela que formó a las viejas generaciones cultas del comunismo.

Por otra parte, lo que llamamos historia no deja de ser un cuento de hadas o la más de las veces de terror si no somos capaces de interpretar su sombra, como en los relojes de sol. ¿A qué situación vieja se parece esta nueva? ¿En qué varía? Es decir, las ideas deben tener una historia adherida para no ser meras supersticiones y la historia, a su vez, necesita de analogías para no quedar revoloteando sin aterrizaje, como esas puras y simplonas abstracciones carentes de contexto.

Sucede con el manoseado Poder Constituyente Originario. Se trata de una super idea en la cual conversan la facticidad y la validez, Portales y Bello, si se quiere, pero también Adolf Hitler y Carl Schmitt, el loco y su teólogo.

El Poder Constituyente Originario permite explicar lo inexplicable. Este poder estaría en el origen de un ordenamiento sin sujeción a ningún poder constituido previo. Casi nunca acontece en estado puro, pero eso no significa que no ejerza una pesada atracción en momentos en que muchos desean deshacerse de los límites supuestamente impuestos por la historia, la moral, la religión, la economía.

Entelequia que desquicia los conceptos, los principios, las reglas, los procedimientos a su alrededor, el Poder Constituyente Originario ha estado palpitando en variados episodios desde la Revolución Francesa. Suele ocurrir que aparece primeramente como un genuino retorno a la tierra, a la realidad popular salvífica, para poco a poco irse transformando en la justificación de la arbitrariedad e incluso la apología del homicidio.

Hubo en esa larga noche -como en el Macbeth de Shakespeare- que fue el Tercer Reich, dos muy importantes. La de los “cuchillos largos” y la de los “cristales rotos”. En la primera, Hitler mandó matar a cientos de integrantes populosos de su propio movimiento, las SA, para conseguir que el mundo civilizado que desconfiaba de él dijera: he aquí un gran estadista, un verdadero líder en el que podemos sin duda descansar. Y en parte lo logró. En la segunda, las tropas populares salieron a destruir los recintos religiosos y locales comerciales propiedad de la judería alemana.

Para no terminar transformadas en supercherías coordinadoras del homicidio, las ideas deben conocerse a sí mismas. Eso significa que sin una declaración de sus antecedentes -su prontuario-, a menudo terminan como los prolegómenos de un desastre donde nadie se acuerda de ellas, tal vez por no haberlas sabido amaestrar a tiempo.