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Apruebo… ¿para reformar?

Luis Eugenio García-Huidobro H..

Apruebo… ¿para reformar?

Sería inocente negar que desde el 5 de septiembre los incentivos cambiarán fuertemente y serán de tan corto plazo que esta ventana de reforma se cerrará y probablemente nuestro debate esté dominado por la política ordinaria.

Hace sólo unos días la presidenta del Partido Socialista sostuvo que existe una voluntad transversal entre los defensores del Apruebo por introducir cambios a la propuesta de la Convención Constitucional, dando a entender que las variantes del llamado Apruebo para reformar constituyen versiones distintas de una misma postura, todas igualmente válidas. En sus palabras, bastaría ‘revelar la voluntad política de que todos estamos por hacer cambios’.

Recordemos que en las últimas semanas, cuando pareciera que el Apruebo nuevamente se ha vuelto una alternativa competitiva, han surgido diversas versiones de este Apruebo para reformar. Por una parte, el presidente Boric ha reconocido el carácter perfectible de la propuesta constitucional y se ha mostrado abierto a introducir cambios, pero éstos solo podrían discutirse con posterioridad al plebiscito y una vez que la nueva Constitución entre en vigencia. En igual sentido se han manifestado los ministros Jackson y Vallejo o el senador Latorre. Esta posición contrasta con algunas provenientes desde el Socialismo Democrático, quienes –como el senador Lagos Weber- han sugerido la necesidad de que estas reformas sean discutidas y acordadas con anterioridad al plebiscito de septiembre.

¿Es legítimo lo planteado por la presidenta del socialismo? En ningún caso. Aunque por razones distintas, ocurre aquí algo similar que respecto del Rechazo para reformar: para evaluar la viabilidad constitucional y política del Apruebo para reformar y poder concluir si se trata o no de una alternativa verosímil, resulta necesario conocer el contenido de las reformas con anterioridad al 4 de septiembre.

Son a lo menos dos las razones que permiten llegar a tal conclusión. Primero, únicamente sabiendo que es lo que específicamente se busca reformar podremos dimensionar el desafío al que nos enfrentamos y evaluar su viabilidad constitucional. Por ejemplo, si sólo se busca sustituir el nombre de Sistemas de Justicia por Poder Judicial, probablemente se trata de un cambio que no presentará mayores dificultades. Ahora, si por el contrario se quiere corregir el extremadamente problemático Consejo de la Justicia, nos enfrentamos a una reforma mayor que prácticamente supone rediseñar el capítulo noveno de la propuesta constitucional.

En el caso de estas últimas y más ambiciosas reformas, hay motivos tanto de arquitectura constitucional como procedimentales que invitan al escepticismo. En lo arquitectónico, el constitucionalista norteamericano Adrian Vermeule tiene razón cuando sugiere que normalmente en aquellas sociedades en que ya existe una Constitución vigente que no busca ser reemplazada sólo se puede aspirar a mejorar la democracia constitucional a través de cambios menores o acotados en el diseño institucional. Las preguntas constitucionales de gran envergadura serán inviables, en su opinión, porque luego de que los pactos constitucionales son acordados “los arreglos constitucionales estructurales dejan de estar en juego” (Vermeule 2007, 2). Bien podría servir la Constitución vigente para ejemplificar este punto: desde hace años que sus más enconados críticos han justificado la necesidad de una nueva Constitución en la imposibilidad de introducirle cambios estructurales a ésta (no obstante existir estudios que sugiere que la todavía vigente no es una constitución particularmente rígida a nivel comparado).

Podría argumentarse en contra de esta última idea que la nueva es una Constitución distinta, que no tiene las ‘trampas’ o ‘cerrojos’ de la de 1980. Pero aun aceptando este reparo, todavía persisten las consideraciones procedimentales que invitan al escepticismo sobre la posibilidad de cambios mayores en el corto o mediano plazo. En este sentido, es difícil negar que las reglas sobre reforma constitucional –muy especialmente el artículo 384 de la propuesta– contienen importantes ambigüedades que incrementarán sustancialmente los costos de transacción para acordar cualquier reforma constitucional. ¿Qué significa la expresión alterar sustancialmente que utiliza el artículo 384 y quién determina cuándo se está ante una reforma de dicha naturaleza? De ello dependerá si una reforma constitucional requerirá o no de un referéndum ratificatorio para entenderse aprobado, referéndums que por lo demás la evidencia sugiere que suelen ser rechazados en cerca de un 40% de las oportunidades. ¿Cuál es el alcance de la expresión régimen político que utiliza el mismo artículo? ¿Se refiere únicamente a las interacciones entre Ejecutivo y Legislativo o, como al menos yo suelo utilizar la expresión, comprende también el sistema electoral y de partidos políticos? En este último caso, bien podría sugerirse que la también problemática arquitectura constitucional del Tribunal Calificador de Elecciones requerirá de un referéndum ratificatorio salvo que se alcancen los 2/3 en ambas cámaras (en tanto forma parte del sistema electoral y, por lo tanto, del régimen político).

A toda esta indeterminación se suma un problema adicional: como consecuencia de la disposición transitoria cuadragésima quinta no existirá Corte o Tribunal Constitucional que pueda dirimir estas ambigüedades e interrogantes durante los primeros seis meses de vigencia de la nueva Constitución. Como resultado, los grupos parlamentarios minoritarios probablemente tendrán un importante poder de veto para condicionar cualquier reforma constitucional por importante y urgente que pueda ser. ¿No es esta, precisamente, una de las principales críticas en contra de la Constitución vigente? Y todo ello sin siquiera considerar si se requiere o no de consulta o consentimiento indígena para acordar reformas constitucionales.

A lo anteriormente dicho, se suma una segunda razón de por qué es fundamental conocer de antemano las reformas que se proponen impulsar a la nueva Constitución. Como también lo sugerí respecto del Rechazo para reformar, es importante nunca perder de vista que todos los actores políticos actúan en base a incentivos. Esta es una idea fundamental para entender la diferencia que existe entre la política ordinaria y la política constitucional. Mientras la primera está casi irremediablemente determinada por incentivos estratégicos y de corto plazo, la segundo supone abstraerse de toda contingencia y pensar en las próximas generaciones. Como una Constitución es tal vez la decisión de más largo plazo que puede tomarse en democracia, es necesario que tales decisiones se acuerden bajo un ‘velo de la ignorancia’ en el que ninguno de los actores políticos pueda anticipar con precisión qué ganarán y perderán en una negociación constitucional. Conviene recordar esto en un escenario de incertidumbre como el que enfrentamos actualmente, ya que es justamente ello lo que permite la apertura de lo que algunos llaman una ventana de reforma, en la que se configura uno de esos inusuales escenarios en que sí resulta posible pactar bajo tal velo de la ignorancia.

Sería inocente negar que desde el 5 de septiembre los incentivos cambiarán fuertemente y serán de tan corto plazo que esta ventana de reforma se cerrará y probablemente nuestro debate esté dominado por la política ordinaria. Después de todo, ¿no es precisamente esto lo que los defensores del Apruebo le critican al Rechazo para reformar para tacharlo de una alternativa inviable?