La Tercera
Opinión

Arrogantes

Joaquín Trujillo S..

Arrogantes

Nada es suficientemente excepcional para quebrar la preciada ficción de la legalidad, esa gracias a la cual no somos bestias insensibles.

Como personajes de Marcel Proust o Henry James, perceptivos hasta decir basta, la gente en Chile, hasta la supuestamente más rústica, es sensible -corrijo- hipersensible a la arrogancia. Especialmente de parte de quien asciende, una palabra demás o de sobra, un beso mal dado o la mano a medias, una ligera mueca, un encuentro casual que no duró lo suficiente, una llamada perdida sin devuelta, un mensaje leído y no contestado, cada detalle cuenta. Quién diría que en el puerto del hambre iba a replicarse un Versailles, pero uno tan atento a la soberbia, a la que se la odia silenciosamente y se la castiga en el momento preciso, con brutalidad de frontera.

Así que nadie que crea conocer Chile tendría que declararse perplejo. Se paga caro la altanería, da igual de quién venga, si de la derecha, la izquierda o el centro, los de arriba o los de abajo, creyentes o no creyentes, progresistas, retrógrados o inmovilizantes, nadie está a salvo. Pues esta hipersensibilidad no sigue tanto patrones ideológicos como más bien estrictamente estilísticos.

Valga aclararlo: el estilo no es lo mismo que eso que se llama la moda, en el vestuario, los accesorios, la decoración de interiores. El estilo, como sugirieron los romanos, está trazado en piedra. Por grácil que parezca, la piedra es su soporte.

De ahí que resulten poco convincentes los llamados a la humildad de quienes se muestran arrogantes, soberbios, altaneros en su “paralenguaje”, esa declaración jurada que nos traiciona a cada rato.

El siglo XX fue un desfile de arrogantes que todavía no se detiene. Cuando el historiador Mario Góngora describió en él las “planificaciones globales” logró una metáfora: globos aerostáticos que tarde o temprano arden en el cielo sin haber sido nunca estrellas.

Acaso el masoquismo del viejo liberalismo se haya autoconocido mejor, pero cuando Voltaire se aclamaba dispuesto a morir por el derecho del otro a decir lo indecible, se le olvidó agregar que muchos arrogantes no es que prohíban hablar, pero hacen oídos sordos, lo que es casi lo mismo.

La arrogancia abunda en los extremos. Hemos sufrido a altaneros refundacionales con la Constitución de 1980 y ahora con la de 2022. Siempre es igual, el libreto no varía: nosotros hemos venido a arreglarlo todo, somos la generación que hacía falta. El comunismo solo se detuvo en Chile, decían los primeros; el neoliberalismo nació y morirá en Chile, los segundos. Como se ve, los arrogantes gozan de una creatividad sin límites. Tanto estos como aquellos generan esa basura de la excepcionalidad, esa según la cual vivimos una excepción, todo está en veremos y nosotros (dicen ellos) devolveremos al país la legitimidad perdida.

Pero el inveterado refinamiento de la tradición chilena sabe a ciencia cierta que la única fuerza confiable es la del Derecho, pues sin Derecho todo es fuerza, o sea, todo es débil. Y, en consecuencia, que nada es suficientemente excepcional para quebrar la preciada ficción de la legalidad, esa gracias a la cual no somos bestias insensibles.