El Mercurio, 6/9/2009
Opinión

Austeridad en campañas electorales

Salvador Valdés Prieto.

La exigencia del electorado de ser servido por las autoridades electas tiene dos bases: que los candidatos comuniquen su oferta a los electores, y que cada elector pueda manifestar preferencia sin ser extorsionado (voto secreto). En Chile se cumple lo segundo, pero lo primero se malentiende. En efecto, un candidato presidencial debe comunicar su oferta a ocho millones de inscritos en los registros electorales, más tres millones de potenciales inscritos. La cantidad de comunicación requerida es enorme. Y el costo de la comunicación no es bajo, porque debe competir por la atención del electorado con el fútbol, la muerte de Elisa, otras noticias y la publicidad para productos de consumo masivo. Si la comunicación costara apenas tres pasajes del Transantiago por votante potencial, una campaña presidencial chilena costaría 24 millones de dólares.

¿Puede lograr comunicación real una campaña serena, sin discusiones? Una campaña debe ser ágil y subrayar diferencias con los rivales. Al mismo tiempo, debería evitar la descalificación, respetar al adversario y aplicar transparencia imparcial donde ella haga bien. Pero una campaña que no capta la atención del electorado no sirve.

Una campaña austera es aquella que no logra comunicarse con el electorado hasta aquel nivel donde amenaza a sus rivales. Si todas fueran así, la elección sería decidida por las clientelas fijas de los partidos, dejando en la frustración o la abstención a las mayorías que no son cercanas a ningún partido. ¿Puede un demócrata calificar de superfluo el costo de una campaña que a duras penas llega a los 11 millones de votantes potenciales? Por otra parte, si la austeridad en las campañas hiciera que algunos pobres dejaran de votar, ellos perderían parte de su influencia política. Si los pobres votaran menos, la competencia política reduciría los subsidios para los pobres y aumentaría los subsidios a quienes sí votan. En definitiva, los pobres perderían con campañas demasiado austeras, aunque el ahorro fuera destinado a darles mediaguas.

En Estados Unidos no hay límites legales al gasto de campaña. Allí la Corte Suprema ha derogado las leyes que los han intentado, por atentar contra la libertad de expresión política. Tampoco existe allá una prohibición a los candidatos de adquirir publicidad televisiva.

Es natural que, en ausencia de límites al gasto, preocupe la asimetría entre candidatos en acceso a recursos. Quizá un candidato mucho más rico podría inundar con su publicidad las mentes de los electores, impidiendo que escuchen la voz de sus rivales. La solución es un subsidio fiscal, por voto obtenido y por cada peso de aporte originado en personas naturales bajo cierto umbral, que asegure el piso para hacerse oír. Debería negarse todo subsidio a candidatos que no atraen votos ni aportes pequeños. Con el fin de asegurar la independencia del candidato, también conviene poner límites a los aportes de una misma persona a un candidato.

Instaladas esas garantías, la ciudadanía ganaría eliminando los límites al gasto que el oficialismo concertacionista impuso en 2003. Otra ventaja de eliminar los límites al gasto sería reducir los fraudes contables -recordemos las facturas falsas presentadas en 2006 por un senador-, evitar la extorsión por los inspectores requeridos por un límite duro y la evasión vía campañas financiadas por grupos ciudadanos. Aunque se eliminaran los límites al gasto, todavía faltaría compensar los subsidios asimétricos que favorecen a los incumbentes. Por ejemplo, la asignación parlamentaria que han recibido en los 24 meses previos a la elección los candidatos que son parlamentarios, debería ser balanceada con un subsidio igual a los candidatos exitosos que no son parlamentarios.

El oficialismo ha propuesto lo contrario: hacer que los actuales límites comprendan los gastos realizados entre mayo y agosto, previos a los 90 días de campaña oficial. Sin embargo, si esa propuesta hubiera estado vigente, habría forzado a Marco Enríquez a reducir su gasto en los 90 días oficiales que restan, en los 205 millones que declaró hace poco, más las donaciones en especies que no declaró. Eso habría perjudicado al electorado. La comunicación política es deseable, a pesar de que consume recursos reales.