La Segunda
Opinión
Sociedad

Batalla cultural

Aldo Mascareño.

Batalla cultural

Ocultar las diferencias individuales y grupales tras el mito de la integración cultural y las batallas libradas en su nombre nunca es una buena receta, pues no hay nada más alejado de la negociación política que un campo de batalla.

Nunca me han parecido atractivos los resultados analíticos del concepto de cultura. Se formulan con pretensiones explicativas, incluso como fundamento de la acción, pero tras su velo se esconden elementos materiales, históricos, simbólicos, semánticos, sociológicos o psicológicos que son los que verdaderamente hay que indagar para explicar las causalidades complejas de la vida social.

Con la idea de cultura se pasan por alto las diferencias individuales y grupales. Se atribuye un poder integrador excesivo a las supuestas unidades culturales: los mapuche serían unitariamente “guardianes de la naturaleza”; los chilenos, “jaguares del neoliberalismo”; la izquierda sería empanada y vino tinto; la derecha, caviar y champagne del noreste francés. Solo el “espumante” ha desafiado estos contenedores culturales. La socióloga Margaret Archer hablaba del “mito de la integración cultural”, donde cada uno vive inmerso en actividades inmutables esperando su destino. Esta sería una vida sin contingencia, sin historicidad ni apertura al mundo.

Al caer presa del mito de la integración cultural, la relación social se vuelve demasiado simple. Nosotros y ellos; amigos y enemigos; prejuicios sobre prejuicios sin considerar comportamientos y circunstancias. Se descartan propuestas ajenas simplemente porque provienen “de otra cultura”, y aunque no se advierta por qué, ellas tienen que ser (!) incompatibles “con mi cultura”.

Los recientes procesos constitucionales estuvieron marcados por esta fatalidad, dejándonos sin una nueva base simbólica e institucional para dialogar y procesar reflexiva y democráticamente reformas tan urgentes como necesarias para la reconstrucción del futuro. Peor aún, el único acuerdo parece ser que estamos en medio de una “batalla cultural”, una que sólo invita a la cuarentena de las ideas, a retraerse a lo propio, distanciarse socialmente y rechazar toda discusión de política pública.

Los ejemplos abundan. En pensiones, la batalla cultural incluso tiene números, dependiendo de cómo se distribuya el 6%; en salud se mide en millones de pesos de devolución de las isapres; en la universidad se manifiesta en pinturas sobre los cuerpos, como en los guetos de la Segunda Guerra Mundial; y en las discusiones sobre eutanasia y aborto legal seguramente se expresará en la diferencia entre “los que defienden la vida” y “los que promueven la muerte”.

Ocultar las diferencias individuales y grupales tras el mito de la integración cultural y las batallas libradas en su nombre nunca es una buena receta, pues no hay nada más alejado de la negociación política que un campo de batalla. En la negociación se busca hacer común la victoria, así como sus renuncias; en la batalla cultural se aspira a que el enemigo se sienta humillado en su derrota, marginado del curso histórico. De este anticuado juego de suma cero sólo puede derivar venganza en la próxima ronda, o lo más, esa forma primitiva de justicia: la del talión.