La Tercera
Opinión

Berrinches del bienestar

Joaquín Trujillo S..

Berrinches del bienestar

La decadencia del arte y la ausencia de grandes estadistas —precisaba— eran síntoma de una misma debacle.

La pregunta por si los contribuyentes debemos sufragar la vida atlántide de surfistas laboralmente castos no es baladí. A pesar de que revela, como experimentos mentales similares, una imaginación raquítica, la pregunta por aquella política toca los casos límite, esos que  tienen la gracia de abarcar en sí otros tantos.

Como los malcriados niños que acosan a sus padres con casos hipotéticos para así enrostrarles sus flagrantes contradicciones, las preguntas de esta índole, si bien parecen sobresaltar tan solo a países OCDE, nos preparan para las nada desdeñables políticas públicas-de-ficción que devienen no-ficción.

En 1978 A. Solzhenitsyn hablaba duro a sus benefactores. Invitado de orador ante los graduados de Harvard, el escritor disidente y dos veces condecorado capitán del Ejército Rojo, espetándolos a ver en él a un amigo, decía que desde la antigüedad la pérdida de coraje había sido el principio del fin. Un código legal —decía— no es más que un desde y nunca una meta, de ahí que Occidente se hallase en “una atmósfera de mediocridad moral”. Objetor feroz de todo el orbe comunista, observaba que los soviéticos vivían un entrenamiento espiritual que aventajaba de lejos al de Occidente. La decadencia del arte y la ausencia de grandes estadistas —precisaba— eran síntoma de una misma debacle.

Solzhenitsyn consideraba que el principio de bienestar acompasaba esos males. Si la Edad Media había sido la esclavitud del cuerpo, la Moderna era la del espíritu. Ataques nada nuevos. La naturaleza se pone en marcha por medio del “hambre y el amor”, había escrito hacía casi dos siglos el poeta-filósofo F. von Schiller. La tensión covalente entre lo fatal y lo providencial subyace a toda necesidad. Lo grande hiere y cura. Cuando solo hiere es porque el odio, y no el amor, ha seguido al hambre. De ahí que haya que acompañar los inevitables venenos de antídotos, como hacían las cocinas populares con canelas ocultas en los postres.

No hay que estar de acuerdo con ambos fustigadores —a veces tan desagradables—para admitir que somos herederos de la victoria, la del denominado “mundo libre” sobre otros no tanto, y que estamos expuestos a la maldición de toda herencia: volcarnos sobre ella y, en vez de aumentarla, comérnosla. No hacen falta fábulas de laboratorio: son esas las escenas de novelas de saga familiar, de lujos y decadencias irremontables.

“La verdad”, decía el ruso en su alocución elude a quienes no la buscan fervorosamente. Y claro, quienes no experimentan hambre de ella acaban regurgitándola, como en los legendarios vomitorios del Imperio Romano, otra herencia dilapidada. Contra aquella penetraron dos corajudos adversarios en gala de víctimas: uno poseyó el espíritu a través de las catacumbas y el otro sometió los cuerpos desde los confines del territorio. Cristianos y bárbaros lo convirtieron en Sacro y Germánico, pero antes… nadie pareció estar entrenado.