La Tercera
Opinión

Bizancio

Joaquín Trujillo S..

Bizancio

Tres comunas en Santiago parecen un lunar en el mapa de Chile. Una verdadera Bizancio tripartita que no supo reconocer su ruina a tiempo para entrenarse en las lides del discurso.

Propósito de otra cosa, la poeta polaca  W. Syzmborska observaba en una de sus columnas de prensa que había una gran diferencia entre los emperadores romanos y los faraones egipcios. Cuando uno revisaba los listados dinásticos, los egipcios aparentaban un traspaso sin sobresaltos del poder. Los listados romanos, en cambio, estaban atiborrados de trastornos. Lo que la poeta observaba era una verdadera estética en la historia del poder, que no daba cuenta tanto de la realidad como de la manera de relacionarse con ella.

Nosotros, occidentales (o extremooccidentales), nos acordamos menos del Imperio Romano de Oriente (o del sector oriente, si se quiere), el cual en teoría subsistió hasta que su capital fue tomada por los turcos en el año 1453, tras haber hecho durante siglos de cedazo de Europa. Su par, el de Occidente, había caído casi mil años antes, teóricamente también pues se lo hizo subsistir mediante distintos artilugios políticos y jurídicos, unos más exitosos que otros, hasta que Napoleón le puso en 1806 una lápida explícita.

Pero Bizancio enseña cómo es que esa organización de gran envergadura que es un imperio, a pesar de haber permanecido en pie, se deteriora poco a poco, a veces sin grandes sobresaltos, hasta que llegado un momento lo desvanece la luz de la mañana.

Pasa algo similar con la Constitución de 1980. Algunos decimos que fue disruptiva en la tradición chilena, otros dicen que una acentuación del excesivo presidencialismo, otros, que fue un instrumento geopolítico propicio para operar durante los embates de la Guerra Fría. También están quienes postulan que fue una oportunidad para dejar sentadas las bases de una sociedad libre, de Estado mínimo, y en casos extremos, una camisa de fuerza para constreñir los delirios de grandeza de los políticos. Incluso, en un salto triple de ingenio propio de Bernard Shaw, se ha propuesto que jamás existió y que no fue otra cosa que una ilusión óptica experimentada a causa del trauma de Pinochet reactualizado por los quórums calificados.

Como sea, llama la atención que su imperio —recordemos la riqueza de ese término— haya durado menos que el de la Constitución de 1925, su antecesora tan ninguneada, y para qué decir el de la de 1833, célebre en el mundo entero cuando Chile más que un oasis era una ciudadela al final de Latinoamérica.

Mientras tanto, tres comunas en Santiago parecen un lunar en el mapa de Chile. Una verdadera Bizancio tripartita que no supo reconocer su ruina a tiempo para entrenarse en las lides del discurso. Que la derecha liberal, por ejemplo —que en Chile inventó y sostuvo la educación pública— vea hoy en ella una tierra ignota y salvaje, se llama síndrome Bizancio. Quien no está a la altura de sus conquistas se refugia en su habitación, y debajo de la cama, mientras los bárbaros festejan afuera.

En suma: el poder que no es consciente de su estilo adquirido, ni de la importancia de ejercitar su hábito, sea egipcio, romano, o el que fuere,  termina quizás enclaustrado en recintos cada vez más estrecho, tal vez una cárcel.